sábado, 27 de diciembre de 2008

¡¡¡Santas tabletas asesinas, Batman!!!

Esto ocurrió una noche de verano. Recuerdo que hacía calor, pero no tanto como para perturbar mi sueño. Había sido una jornada agotadora en la que la cama se presentaba como un placer digno de un Dios del Olimpo. Uno de esos pequeños placeres que a menudo se nos presentan en la vida y que, en el fondo, son los que tejen la trama más importante porque los grandes placeres sólo ocurren pocas veces. Y la verdad que mejor que sea así: Un gran placer repetido es uno común y corriente, por más exquisito que sea.
Con esta disposición, y esta esperanza, me puse el pijama (un short para ser exactos), me cepille los dientes, rece el oficio y me entregué confiado en los brazos de Morfeo. Pero parece que había salido de compras... porque no lo encontré.
En vez suyo me encontré con un personaje bastante menos simpático. No bien apague la luz y suspiré por la gracia de poder disfrutar de una cama, comenzó la tortura. Primero fue algo así como una premonición, casi imperceptible, por lo que todavía dude de su existencia. Con el correr de los minutos la sospecha se fue tornando en certeza, acompañada por un zumbido cada vez más claro y fulminante. Pasado un momento más, la duda se despejó totalmente: había un mosquito en la pieza y volaba por el aire acechando el momento para picar. Yo no sé que es lo que molesta más, si su zumbido y su pequeño ruido o la amenaza de la picadura que se avecina. Lo que es seguro es que el alma pierde toda paz. Y habiendo el alma perdido toda paz ya no se puede dormir tranquilo: ¿cuándo dará su zarpazo? ¿Cómo acabar con él? A esta desesperada situación se le agregan algunos pequeños detalles que hacen la cosa más trágica. Ya detectado el enemigo, debe comenzar el contraataque. Primero se emplea una defensa conservadora, en la que se espera al agresor y se lo intenta eliminar con golpes de puño. El producto de tal acción es calamitoso: algunos principios de moretón en la cara y una aplastante derrota (nunca escuché que alguien tuviera éxito en esta etapa, pero a pesar de su evidente estupidez, tengo fundamentos para creer que nadie la saltea). Mientras tanto, en vuelo triunfal, nuestro enemigo parece gozar de la situación. La segunda táctica ya implica una mayor actividad y por lo tanto un mayor despliegue: el insignificante bichito consigue despertarnos del todo, que prendamos la luz y que, finalmente, nos levantemos en su búsqueda. Llegados a este estado la situación, que ya era límite, se hace insostenible y nuestra rabia incontenible. Comienzan los insultos y el malhumor. La táctica a seguir depende entonces de varios factores: si estamos solos, de si se puede hacer ruido, de si disponemos de algún elemento contundente, etc. La que yo suelo usar consiste en arrojar almohadonazos que intentan alcanzar al sujeto picador en pleno vuelo, o mejor, mientras descansa de sus andadas en alguna pared. El resultado depende de nuestra puntería. Pero el éxito es exiguo.
Si esta etapa falla, lo que antes eran insultos, pasan a ser maldiciones y lo que antes era simple malhumor se transforma en la sutil tentación de la duda existencial: ¿cómo puede ser que Dios, siendo bueno haya creado seres tan inútiles y perversos? ¿Qué fin perseguía al darles la existencia? ¿Acaso no son una forma de reírse de nosotros? ¿Puede tener origen en un Dios bueno bicho tan abyecto? ¿O será que Dios, que no es todopoderoso, no ha podido evitarlos? Como sea. El mosquito seguía allí. Y yo seguía sin dormir. Pero dado que Dios no tienta a nadie por encima de sus fuerzas quiso que yo no caiga víctima de tan funestos pensamientos y me inspiró una idea genial. Genial no por lo novedoso sino justamente por lo corriente y común, ya que no era algo nuevo sino más bien lo primero en lo que debía haber pensado en aquella ocasión. Es una ley general de la vida que las grandes soluciones vienen de las ideas más antiguas, a las cuales tenemos que poner a tono con la situación actual. Si a veces olvidamos esto es, sobretodo, porque creemos que las ideas antiguas por ser tales son totalmente conocidas y que por lo tanto ya nada nuevo tiene para darnos. Así sucede a muchas personas con el Evangelio y así me sucedía a mí con las pastillas matamosquitos.
¡¡Las pastillas matamosquitos!! ¡Vaya antigua solución! ¡Las tenía delante de las narices y yo no me daba cuenta! ¡Que alegría volver a ver la esperanza de descansar de una vez! Confieso que la inercia hizo que tardara en levantarme y que prolongara un poco más la agonía de mi sueño. Pero una vez que me di cuenta que la situación no podía ser solucionada de otra forma, junte fuerzas y me levanté. Busqué el enchufe, pusé la pastilla y me acosté de vuelta. ¡Ahh! Ahora sí que podía dormir. La victoria era mía. Ya no importaba si el mosquito seguía surcando por los aires porque sabía que ya no le quedaba mucho tiempo. Pero sobre todo porque ahora tenía la esperanza de que la situación volvería a la normalidad. A decir verdad, todavía no había desaparecido el problema, todavía seguía zumbando y haciendo ruido, todavía podía picarme alguna vez más, pero lo que cambiaba la situación era que el problema estaba cortado en su raíz y yo podía tener la certeza de que la victoria era mía. Tan contento quedé de esta humilde y callada (pero aplastante) victoria que me hizo recordar otra, que tampoco hace desaparecer de nuestra vista todos los males pero que los corta en su raíz. Hace 2000 años un hombre como nosotros, que también sufrió las picaduras de mosquitos, murió para traer a los hombres la victoria, y no sólo contra los mosquitos sino también contra todo bicho funesto. ¡No!, no creó las tabletas matamosquitos, pero trajo algo mucho mejor, que no sólo nos deja dormir en paz sino que, lo que es mucho más importante, nos da la esperanza para despertarnos cada día.
Así como ocurre con las pastillas la victoria de Jesús, no hace desaparecer los problemas; no hace que los niños dejen de sufrir y ser explotados; no hace que la guerra deje de existir; no hace que el mal desaparezca por completo. Pero al darnos la confianza en Aquél que ha asumido todos los males y los ha vencido clavándolos consigo en la Cruz, y dándonos la posibilidad de participar con él en su Victoria final, nos ha dado la esperanza de que todos los problemas del mundo que no alcanzamos a comprender tendrán su solución final. Si vivimos de la fe, los problemas no habrán desaparecido, pero su raíz habrá sido extirpada, y extirpada ésta podemos vivir en paz. Y estando en paz podemos dormir tranquilos.

martes, 16 de diciembre de 2008

LA SONRISA DE ESA CHICA

Normalmente, estoy más despierto a la noche, en el sentido metafórico. Soy, en este sentido, nocturno. No se por qué, pero puedo aprovechar mejor las horas de la oscuridad. Puede ser por el silencio, la luz artificial, no hay nadie que interrumpa o moleste (como quiera uno llamarlo): no logro dar con la respuesta. Pero el caso es que a pesar de ello, es a la mañana donde estoy más abierto a descubrir esas pequeñas cosas que no notaríamos si no nos detuviéramos a analizarlas. Esta pequeña historia también sucedió a la mañana.

Hace ya largo tiempo, en mis años de facultad en la gran ciudad, todos los días iba en subte hacia la universidad, más bien diría que iba en un tren de ganado. Porque era tanta la gente, que parecíamos vacas más que personas. Esos días, cuando no estaba dormido, me gustaba mirar a las caras e imaginarme la historia que habría detrás de cada uno de ellos. Estaba quien sólo escuchaba música, quien leía el diario, quien leía el diario de reojo del compañero, aquel que dormía, aquel que leía un libro. Podía imaginarme mil historias: éste de traje se está preparando para una entrevista en la cual puede conseguir el trabajo que más desea en la vida; aquel que está leyendo “La metamorfosis” es un estudiante de letras que detesta Kafka, pero que tiene que leerlo para un examen, por lo cual está luchando para poder continuar la lectura, y miles de historias más. Cada día era un sinfín de historias detrás del sinfín de gente que viajaba.

Pero lo que unía este ganado, digo esta gran masa de gente, en general, era el estado de ánimo: el mal humor por la situación era generalizado. Vuelvo a describir la situación: mucha gente apiñada, mucho calor, mucha humedad, muy temprano, etc. Generalmente no era de sumarme a ese estado de sentimiento de mal humor, pero confieso que alguna que otra vez sí tenía esta típica cara que todo lo denota.

Este breve relato se desarrollaba en uno de esos días. No recuerdo bien el porqué, la causa, pero no era yo un duende que derrochaba alegría por doquier, sino más bien un enano gruñón. Puede ser por haber disputado con una vaca, digo con una señora (no lo digo por la magnitud de su extensión corpórea sino por su camisa blanca con manchas negras), por un lugar en el tercer subte que llegó a la estación -preferí dejar pasar los otros dos-; no estaba saltando en una pata de alegría. Con esa cara y todo, al salir de la estación, me cruce con una chica que llevaba una sonrisa de oreja a oreja. No se cual sería la historia detrás de esa sonrisa, pero eso me cambió el día.

El hecho de estar sonriendo era algo totalmente distinto a lo que estaba viviendo. Automáticamente mi rostro se transfiguró y se me dibujó una sonrisa. No era tan efusiva como la suya, pero digamos que era una sonrisa simpática. Ello me cambió el día.

Las clases me parecieron fascinantes, la comida del buffet me pareció el plato del cheff de un restaurante francés, en la vuelta a casa no encontré tanta gente en el subte, etc., etc., etc. La sonrisa de esa chica me cambió el día.

Porque me transmitió esa alegría que llevaba. Porque así como el bien es difusivo de sí, también lo es la alegría. ¿Acaso no queremos compartir con otros esa alegría que nos llena el corazón? El hincha de fútbol, ¿no desea comentar y festejar la victoria de su equipo con sus amigos? El alumno que aprobó con éxito un examen de psicología, ¿no quiere hacer partícipes de ello a sus compañeros? Quien goza de la alegría de haberse encontrado con Dios, ¿no busca compartirla con otros y que ellos también encuentren la eterna alegría? Con sólo una pizca de algo distinto a nuestra continua realidad, se nos puede cambiar el día, y porque no también la vida.

Me viene a la mente un comercial de una compañía de teléfonos, donde se ve como se va transmitiendo de persona a persona un bostezo, para llegarle de nuevo a la persona que había bostezado primero. El slogan, si no me confundo, era “Comunicate. Es fácil”. ¿Por que no intentar transmitir una sonrisa? Sonreí. Es fácil. Quien sabe, en una de esas al final de la vida, te vuelva a vos.

domingo, 14 de diciembre de 2008

EL ENIGMA DE LAS MAESTRAS.

Hay entre los temas que las maestras han encomendado a sus alumnos uno que ha hecho historia y que plantea un no menor interrogante y un profundo enigma. Es un tema que posiblemente ha ganado notoriedad por la dificultad que presenta y porque requiere una gran capacidad de reflexión para sacarle algo atractivo que decir. Este tema famoso es la vaca.
¿A quién se le ocurre tema tan trillado y obtuso? y ¿Por qué inducirnos a escribir sobre algo que no le interesa a nadie? ¿Qué corno se puede decir de la vaca que sea digno de mención? Porque la vaca es quizá el más aburrido de los animales. Uno puede pensar una gran historia sobre un temible tigre de la selva que devora a sus presas, pero ¿quién se imagina a una vaca agazapada esperando el momento de atrapar a su indefensa víctima? También podemos encontrar algún simpático mono que usa ramitas como herramientas pero ¿quién puede imaginar algo así de una insulsa vaca que no hace más que mugir y comer pasto? A decir verdad, quizá podrían encontrarse algunos animales tan torpes y tontos como ella, pero ¿qué además sean tan rústicos? Difícil. No es casualidad que no haya números de circo que las tengan de protagonista ni películas en su honor: ¿quién pagaría por ver a una vaca? ¿A quién convocaría un gran cartel que diga: “Hoy gran número: la vaca suicida”? No, los circos no tienen vacas y nadie ha escrito jamás novelas sobre vacas detectives, ni nadie las ha incluido en un cuento sobre la realeza del mundo animal. ¿Quién arriesgaría un peso por semejante cosa? Nadie. Nadie tomaría en serio una historia sobre una vaca gloriosa. Tal cosa sólo puede mover a risa.
Sí, la vaca es un tema bastante enmarañado. Quizá por eso fuera que las maestras gustaran tanto de él. Quizá gustaban de ver cómo se las arreglaban los pobres alumnos para poder salir de los lugares archi-comunes como que “come pasto”, “es blanca y negra”, “vive en el campo”...
Pero tal hipótesis no me parece convincente. Me resulta difícil de creer que todas las maestras de todas las épocas convinieran en algo tan vil. Creo que el tema es más profundo. Verdad es que no creo que haya nadie sobre la faz de la tierra que no recuerde alguna horrible maestra que lo haya atormentado. Pero también creo que no hay nadie que se atreva a negar que haya tenido alguna digna de un monumento. Decía que creo que el tema es más profundo. Voy a explicar porqué me parece así. Quizá sea la solución a nuestro enigma.
Hay algo en la vaca que es digno de ser tratado. Es un aspecto que jamás encontraremos como título de un best-seller pero que reviste una importancia fundamental. Y es un aspecto que requiere afinar un poco la mirada y contemplar a la vaca en su somnífera quietud. Requiere contemplar la vaca como vaca y no deformarla para que sea un gran monstruo o un pseudo hombre. Es decir, requiere aceptar las reses como son y no imaginarlas como seres fantásticos que satisfacen nuestra curiosidad. La vaca es una vaca. Y sí, es bastante poco llamativo e insípido.
La vaca es una vaca: pocos animales hay tan aburridos, muy pocos tan importantes. Este animal aburrido y simplón que no nos llama la atención y que no sale en los diarios ni es tapa de revistas es, sin embargo, una de las grandes columnas sobre las que se apoya nuestra vida. Toda nuestra vida cotidiana está tejida en gran parte por este animal tan soporífero. Si en vez de querer buscar lo que llene nuestra curiosidad y satisfaga nuestro sentidos, nos dedicáramos a ver las cosas como son, la vaca se nos mostraría como un animal admirable. Ella es la que nos proporciona gran parte de nuestra alimentación y de nuestra vestimenta. Ella es quien nos brinda su cuero con el que podemos vestirnos o divertirnos entre amigos; quien nos da su carne con la cual comer; su leche, de la cual dulce de leche,...etc., etc. Y todo ello sin llamar la atención, sin grandes propagandas ni discursos, sin grandes planes, solo mugiendo y comiendo pasto.
Reflexionar sobre la vaca nos ayuda a darnos cuenta que no hace falta sobresalir para ser importante, nos enseña que la grandeza de algo o alguien no reside en su capacidad de acaparar la atención o en ser aceptado por muchos. La sosa simpleza de este noble animal, nos habla de que la importancia de las cosas tiene un fundamento más profundo y por ello mucho más oculto a las miradas superficiales. Nos dice que las cosas importantes no necesitan propaganda, porque a ellas, para ser relevantes, les basta con lo que son y por eso no necesitan el maquillaje de la publicidad. Es decir, a las cosas realmente importantes les basta con cumplir humildemente su misión sin barnices agregados. Por eso las vacas son humildes. No salen en las tapas de los diarios, no les interesan en absoluto. Las dejan para los animales que las necesitan. Porque ellas son lo que otros solo pueden aparentar.
De esta manera, quien contempla la vaca, si aguanta el tedio inicial, termina por alcanzar un gran botín. Aprende a centrar la vista en las importantes pequeñas bagatelas de la vida y a juzgar las cosas no por su espectacularidad sino por su trascendencia real. La vaca enseña que lo más valioso de todo no es lo extraordinario que sólo encontramos en los museos, sino aquellas enormes minucias ordinarias de las que está tejida nuestra simple y austera vida real. Y que, por eso, no hace falta buscar deslumbrarse con falsas imaginaciones para alegrar nuestra vida, sino que basta para ello con contemplar la maravillosa realidad que no necesita publicidad y que, sin embargo muchas veces pasa delante nuestro sin afectarnos en absoluto. Nos enseña que “es mucho mejor vaca en mano que cien monstruos marinos volando”.
Quizá esta sea la razón por la que nuestras maestras nos hacían escribir sobre las vacas. Quizá esto es lo que querían inculcarnos. Si así era, creo que no se equivocaban.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

LOS OJOS DE LA VACA

Mis padres viven en un pequeño pueblo en medio de la infinita llanura. Un pueblo, como sabemos, es un lugar tranquilo visto desde afuera, pero cuando uno va recorriendo la trama cotidiana, la médula íntima de la vida del lugar, más se siente como si estuviera encerrado en un navío de poco tonelaje, acompañado por una tripulación intrigante, rodeado de un amplio mar, infranqueable barrera, de aguas tranquilas, pero profundas. Así es un pueblo: todos nos conocemos demasiado y, aunque quisiéramos, no podríamos irnos sin atravesar la verde pampa, que no cansa porque sea difícil de transitar, sino que agota el solo pensar en tan larga travesía.
Sin embargo, la misma ocasión para desanimarse puede convertirse en la posibilidad de descubrir un mundo nuevo, por qué no, más cierto que las intrincadas relaciones humanas que componen a la volátil aldea. Sin duda, un paseo por el campo puede mostrar más realidad que la vida de la vecina; no porque la vecina nos deje de espiar, sino porque nosotros podemos dejar de vivir pendientes de que la vecina nos espíe.
Puedo contar que, años atrás, gustaba sacar a pasear a mi perra por las chacras, cerca del pueblo. Eran expediciones breves, bastante polvorientas, rutinarias también: no hay tantos caminos cuando no se pueden sortear los alambrados. El animal corría por delante y por detrás, saltaba, se revolcaba en la basura que encontraba (lo cual incluía bañarla antes de entrar a casa) y me dejaba ver las puestas de sol más fantásticas del planeta, los árboles más solitarios de la tierra y los arroyos más calmos de todo el orbe.
Pero aún en esa soledad llena de cosas verdaderas no estaba solo. La perra me acompañaba, sí. Mas varios pares de ojos me observaban imperturbables; avanzaban si yo avanzaba, se frenaban si yo frenaba. Sólo se distraían para asegurarse que con su lengua atrapaban el sustento verde que las pampas les ofrecían.
Ahí estaban las vacas. ¡Oh, animales impertérritos! ¡Oh, profundas miradas! ¿Qué divisabais en mí que tanto os sorprendía? ¿Qué abismos recorríais al atravesarme con vuestras negras pupilas? Ahí estabais, ¡oh, vacas!, antes que yo llegara y después que me fuera, allí seguiríais…
La perra solía ladrar un poco, pero la certeza del alambrado hacía que los bovinos no se movieran. Protegidas del otro lado continuaban siempre mirando, no como la vecina, porque a las vacas no les importaba ser vistas mirando. Alrededor de ellas, en las benévolas pampas, se ha construido toda una cultura, de la cual son punto central ellas mismas. De hecho, poblaron estas tierras antes que los blancos. No es un dato menor que, allí donde el español hubo de huir, el animal pudo prosperar, de manera que cuando el europeo volvió, encontró ganado a montones.
Todo un modo de vida se extendió por la llanura después del regreso del blanco. Hubo hombres, solitarios, que salieron a trabajar con las vacas, y a tratar con el indio. A veces en paz, a veces en guerra, la generación gauchesca fue cimentándose sobre la fertilidad del impávido animal. El retrato común que tenemos del gaucho es un poco del Martín Fierro, otro poco de los cantores populares: fue un hombre explotado por el patrón (que acabó siendo el dueño de las vacas), duro, de pocas palabras; un melancólico hundido en el bajo y rectilíneo horizonte. Generación casi extinta (algún gaucho de verdad queda en el campo), fue reemplazado por el inmigrante italiano, vasco, a veces también francés, en el trabajo de la tierra. Pero aquí ya no era lo mismo. La fuerza de la familia era totalmente distinta, y el trabajo de la tierra, y la crianza de los animales, competía a toda la sociedad doméstica. Viajar al pueblo, ¡toda una aventura! Dos veces al año, en tren, y la señora era tratada como una reina en los almacenes, porque compraba género para la ropa de toda la familia… Pero todo esto también es pasado.
Hoy es mejor decir que, encerrados en una pantalla plana, hemos perdido la tercera dimensión, o sea la profundidad. Mirar los ojos del benemérito animal quizás podrían hacernos pensar en las grandes proezas cotidianas, como es la disposición a obrar cosas verdaderas, concretas y, a la vez, eternas. Concretas por ser obras humanas, no fantasías sin fundamento; eternas por ser reales, ni virtuales ni efímeras. La vaca estuvo aquí antes que nosotros y nosotros estamos (y vivimos, y pensamos) porque ella está aquí. Nuestro compromiso existencial es aprender de ella a llevar una vida plenamente humana, profunda, libre y bella, anclada en la verdad y en la bondad.

martes, 11 de noviembre de 2008

Muchas vacas en pie y pocas volando



La vez pasada nos juntamos con un tema prefijado. En aquella oportunidad algunas cuestiones, que no vienen al caso mencionar, me imposibilitaron acabar con la redacción de lo que hoy pongo a su disposición.

Algunos consideraron la experiencia narrativa acerca de “La vaca”, legendaria tortura de las maestras de escuela primaria. Sin embargo, soy una especie que carece del privilegio de esa clase de vivencia. De hecho, recuerdo haber visto, de chico, un chiste de la tira Mafalda en el cual ella debía escribir algo sobre la vaca; empero, como yo desconocía lo que afectaba semejante empresa, entonces, no alcancé comprender el fastidio que denotaba la infante creatura de Quino.
Con todo, otras han sido mis experiencias con las vacas. Las he conocido en su ámbito, pastando en las llanuras con rutinaria mansedumbre y sin ningún otro fin que campear y mascar todas las horas de sol posible. También las he visto en los hediondos y pestilentes galpones de los tambos enchufadas a “mengélicos” artefactos, nutriendo a una insaciable descendencia de tuercas, remaches y lata.
En una oportunidad pude apreciar, en un centro de experimentación, una vaca que tenía una especie de escotilla, del talante de un “ojo de buey” (quizás debería decir de vaca), a través de la cual se podía observar sus entrañas. El pobre rumiante tenía un semblante un tanto bulímico y decaído. Desconozco si esto se debía a algún mal de pasiones o al vítreo hueco que le impedía reclinarse. Poco tiempo después corría la fábula que habría muerto a causa de la curiosidad humana, del mismo modo que la vaca Milka habría muerto por la avaricia de Jacob Suchard...
También de pequeño solía escuchar una canción de María Elena Walsh que hablaba de una vieja vaca estudiosa en alguna parte de Humahuaca, la cual era harto decidida, de modo que, pasado un tiempo, fue más sabia que los borricos y vivarachos niños de la comarca. Puede ser que la cantautora se inspirara en un dicho universitario que mis padres solían pronunciar: “si dejas una vaca en la facultad de odontología, luego de cinco o seis años tendrás una vaca odontóloga”. Lo cierto que esta vaca estudiosa me acompañó más de una tarde lluviosa, entre juegos y lecturas. Con todo, no recuerdo tener otras experiencias “bóvidas”, de donde coligo que no han sido muchas y ni han sido notables, quizás porque me haya faltado interés por descubrir el fantástico y asombroso mundo de las vacas.
No obstante mi limitada simpatía por estos mamíferos rumiantes altamente domesticables, según indicación del diccionario, he de reconocer que han entrado de lleno en la historia del hombre, en la vida cotidiana de la humanidad. Los hallamos en todos los ámbitos humanos, hasta en las vidas de los santos… Efectivamente, cuenta una leyenda hagiográfica que en cierta oportunidad unos frailes dominicos, para burlarse de la ingenuidad de santo Tomás de Aquino, lo llamaron a que se acercara a la ventana del scriptorium para ver pasar una vaca volando. Tomás sin prisa ni pausa, dejando sus tareas, se asomó por la abertura, lo cual suscitó la risa de los presentes. El Angélico doctor, volviendo a su sitio de trabajo, con irónica simpleza atinó a decir: “Antes que un hermano mintiera creería que una vaca vuela”.

Lo que acabamos de referir me arrastra a una cuestión muy próxima a nuestro espacio: el origen de lo cómico, la naturaleza de la risa. El tema poco tiene que ver, al menos directamente, con las bóvidas creaturas de campo; mas quisiera destacar algunas cuestiones acerca del humor, de los modos de producir comicidad que han quedado veladamente cincelados entre vacas voladoras e ingenuidades fraileras.
Bergson considera, en su libro La Risa, que fuera de lo que es propiamente hu­mano, no hay nada cómico. Efectivamente, si un ani­mal hace reír, si cualquier cosa inanimada produce risa, es siem­pre por su semejanza o referencia al hombre. Por otra parte, una cierta insensibilidad debe acompañar a la risa, pues lo cómico sólo puede producir­se cuando perdemos todo sentimiento de piedad y respeto hacia el hombre que es sujeto de comicidad. Por esto “lo cómico, para producir todo su efecto, exige como una anestesia momentánea del corazón”. El humor se rige por la pura inteligencia.
Ahora bien, toda risa es la risa de un grupo, esto es, de un medio social. Así, por ejemplo, es evidente que el humor de un “barra-brava” de La 12 será sensiblemente diverso al humor de algún hombre que se dedica a leer Shakespeare o de aquel otro que pertenece al Club Pickwick. No obstante, el vitalista francés va mucho más allá de la valoración que acabamos de anotar, pues considera que la risa posee una función social, y ésta consiste en corregir al hombre. La risa social se presenta como un correctivo a la rigidez del hombre para sacar­lo de su torpeza y ensimismamiento. Luego, la risa es un medio para corregir y suavizar la rigidez de las cos­tumbres contraídas y que se han de modificar. Lo absurdo en la rigidez de costumbres está en que asimila al hombre a las cosas, al mecanismo puro y simple, al automatismo, al movi­miento sin vida, trocándolas en grotescas caricaturas.
Volvamos a nuestra breve leyenda hagiográfica. ¿Cuál sería la gracia, según Bergson, de la broma gastada al Doctor Angélico? Es evidente que las formas rígidas y candorosas de Tomás; por esto son ridiculizadas y “corregidas” por el medio social del convento. Sin embargo, santo Tomás, con astucia y humor corrige algo más grosero: esa insensible forma de la vida vacua que mueve a la práctica frecuente de descalificar pronta y fácilmente la fama de otros.
Bergson no acepta que exista un humor moralmente bueno, porque, según él, todo humor tiene algo de cruel. Pero al filósofo francés pareciera escapársele que, a veces, las correcciones por más que sean en sí mismas moralmente buenas, son, para el sujeto que las padece, incómodas y, en cierto modo, desagradables. Esto también cabe para las “correcciones” que se hacen vehiculizando el humor o la comicidad. Además, no pareciera percibir que existen distintos tipos de jocosidades según sus fines: unas que sólo tienen por término degradar al sujeto pasivo de la broma; otras que buscan estrechar lazos afectivos superando las formalidades sociales; otras que, acentuando el absurdo de ciertos rasgos personales, buscan atenuar lo trágico y descolorido de las situaciones que se padecen; etc. Por otro lado, no discurre acerca del sujeto de risa, según el cual, podría tratarse de una hétero-comicidad o auto-comicidad. En este último caso sería, más bien, un ejercicio algo espiritual, más cercano a la virtud de la humildad que al vicio de difamación; o, en todo caso, una cierta aptitud para observar y presentar los aspectos cómicos de la existencia. Digno ejemplo de esto han sido san Felipe Neri y santo Tomás Moro.
Una vez más volvamos a nuestra breve anécdota. Además de lo señalado, en el gesto del santo doctor existe algo plausible de ser ponderado y preciado. Más allá de sus refinadas luces, el verdadero sabio no pierde la confianza en el hombre, su sapiencia no va en descrédito de la palabra humana, por el contrario, la aumenta y enriquece… El sabio no teme salir tras las vacas que vuelan, y aventurarse a perseguir lo que otros considerarían quimeras. Es cosa de hombres monstruosamente adámicos suponer que las vacas sólo pueden estar de pie y pastando. En nuestro mundo hay muchas, tal vez demasiadas, vacas en pie y muy pocas volando. A pesar de todo, para sacarnos de la modorra meridiana, están los que no temen renunciar a la mera “comicidad correctiva”, de estilo bergsoniano, para lanzarse de lleno a la aventura de asomarse por la ventana del mundo y dejarse asombrar por las vacas gordas y voladoras que los embusteros prometen.

martes, 21 de octubre de 2008

Tengo que escribir

Tengo que sentarme, vengo pensando desde hace varios días; sí, tengo que sentarme a escribir, subrayando el tengo. Porque el escribir, en verdad, queda al lado de lavar las camisas, limpiar el dormitorio, leer tal cosa, estudiar tal otra, comprar algo para comer esta noche. Tengo que… todas esas cosas.
Ahora miro el escritorio, que es una especie de caos, donde el celular, los anteojos, alguna imagen de la Virgen María, el encendedor, un par de discos y un sobrecito de azúcar se disputan el centro de la escena. Pero no puedo ordenarlo. Tengo que escribir.
Pero, ¿por qué tengo que escribir? Resulta ser que me comprometí a hacerlo hace como un mes, y hoy se cumple la fecha fijada. Una vez se puede fallar, dos no. Tengo que escribir.
Tengo que escribir, encima, sobre tema libre. Claro que tendría que ser algo cotidiano, cuya excelencia se nos escape, justamente, por frecuentarlo. Y podría ser presente o pasado. Hablar de lo cotidiano del futuro digamos que es, al menos, temerario.
El tema sobre el voy a escribir es este misterioso modo de obrar que nos envuelve a los mortales de ‘tener que’ hacer algo. Claro, porque estamos llenos de cosas para hacer y nunca acabamos de hacerlas. Ahora se me está terminando la yerba; ‘tengo que’ comprar yerba.
Las motivaciones de cada uno de estos ‘deberes’, por llamarlos de algún modo, son diversos. Así, mantener el orden del escritorio es, en buena medida, funcional; estudiar es fundamental; lavar las camisas es, por decir así, conveniente; escribir es un imperativo moral por haberme comprometido; comprar yerba mate es cuestión de vida o muerte.
Así pues, si debiera ordenar todo lo que tengo que hacer, lo último sería estudiar, porque sin el escritorio ordenado, no puedo; lavar las camisas está antes; escribir, tengo que hacerlo; y la yerba es de primera necesidad, sin ella no vivo. Lo paradójico es que aquello que es fundamental, según la descripción que hice, quedó relegado al último lugar.
Si yo tuviera todo en orden, la ropa limpia, todo hecho, me sentaría a estudiar sin preocuparme de nada, y apuntaría a lo fundamental. Pero es el caso, y es lo más cotidiano que he vivido desde hace casi diez años, que siempre que me quiero sentar a estudiar está todo lo otro mal y esperando que yo me ocupe de ello. A veces he superado el deseo de atender esas otras cosas, aún de ir a comprar la vital yerba, y me he entregado a lo fundamental, aquello de lo que estoy más necesitado, que es el estudio; pero el resultado ha sido nefasto, porque si no me encargo yo, nadie va ordenarme el cuarto y, menos, lavarme las camisas.
En esta encrucijada, donde dos opciones y sólo dos se me presentan, éstas son, lo fundamental y lo funcional-vital, he optado las más de las veces por la segunda, haciendo exclusión de la primera. Pero, sabiendo que dejo de hacer lo más importante por hacer lo menos, acabo haciendo esto último también mal y, por lo tanto, cuando me siento a estudiar están las otras cosas hechas a medias: en el escritorio, recién lustrado, siguen disputándose el centro de la escena las mismas cosas; no fui a comprar yerba y las camisas me las olvidé en jabón. Lo peor de todo es que al ponerme frente a frente con el Creador, si es que logro olvidar por un momento cómo en el balde la ropa va perdiendo el color, no tengo más que presentarle… otro fracaso, otro día a medias, otra muestra de mediocridad, otra vez sin haber hecho lo que tenía que hacer.
Sin embargo, esa misma Mirada a la que no puedo entregarle nada, me da la tranquilidad de valorar cualquier esfuerzo, si es hecho rectamente; pero más aún me promete un mañana, donde tendré una nueva oportunidad de hacer lo que tengo que hacer, empezando de nuevo. Y más que guiarme por ese ‘tengo que’, prefiere, como por un tiro por elevación, superar los requerimientos de las diversas cosas, ponerme en un punto de vista superior y desde arriba volver a ver mi vida para ordenarla, de acuerdo a su Sabiduría y a su Bondad. Sólo así puedo (o podré) vivir más allá de un pesado ‘tengo que’, sin suprimir el contenido de ese deber sino superándolo en el orden de la confianza y del filial amor. Y, aunque se puede escribir mucho más sobre el ‘tener que’, dimensión que inunda esta vida mortal, valga esto que he ‘tenido que’ escribir como breve, concisa e introspectiva introducción.

martes, 30 de septiembre de 2008

Hace algún tiempo atrás, en alguna “vigilia lucífera”, algo tocados por los narcóticos ingeridos en el almuerzo y otro tanto por las propias capacidades divagantes, se nos ocurrió fundar algo así como un club de aquellos que, según nuestro imaginario, gustaría frecuentar Chesterton. La inspiración, me aventuro a concluir, tiene su fuente remota en un absurdo viaje de Tandil a La Plata, de esos que sólo pueden idear las malévolas intenciones de los dueños de la empresa “Río Paraná”. Estimado amigo, si aún no te has aventurado a semejante periplo, te recomiendo que antes de pasar el umbral del ómnibus te aprovisiones de abundante líquido, alimento, y mucho con qué entretenerte; pues sabes cuándo comienzas, mas no cuándo terminarás. Fue en aquel viaje que, aburridos del monótono paisaje pampeano, hartos del calor y sin nada más interesante que comentar, nos pusimos a leer un viejo volumen de las obras completas de nuestro querido camarada anglosajón. Caímos en la colección de breves narraciones ocurrentes que certeramente intituló como Enormes minucias. La agudeza, perspicacia y vivo humor nos deleitaron el suficiente tiempo como para alcanzar el sueño tan deseado y, de este modo, rendirnos en los brazos de Morfeo hasta alcanzar nuestro anhelado argento destino.
Pero volvamos a la benemérita siesta de fundación. En esa ocasión, a gusto por la buena conversación y la grata camaradería, se nos ocurrió que estas espontáneas reuniones podrían continuarse a futuro, más o menos organizadamente, a modo de club literario o algo por el estilo. Me parece que la intensión de entonces era que fuera un espacio adecuado para reunirnos como viejos amigos a compartir breves narraciones sobre ocurrencias varias, mechadas de agudos pensamientos (o no tanto) y siempre ornadas por el buen humor. De aquella proto-asamblea no pudimos concluir más que la somera intensión de continuar con el proyecto, empero cayó en saco roto la denominación del dichoso club, cuestión que no es menor pues ponerle nombre a las cosas es, en cierto modo, identificar su esencia.
Hoy pretendemos dar por comenzada esta empresa de poetas, filósofos y teólogos de cafetín o, mejor dicho, esta asociación que nos es otra cosa que construir un lugar de resistencia ante la constante alienación del intelecto y del humor; y lo hacemos con alguna de aquellas consignas que nos habíamos propuesto: compartir reflexiones, algún tentempié con mate, y un grande ánimo de participar en la entrañable experiencia de divagar sin rumbo predeterminado pero con mucho atino.
De este modo, dejo a la disposición de ustedes mi primera participación en este espacio.

La heroicidad del anti-héroe.

Los cuentos sobre personajes impopulares son un lugar común y gastado por la industria hollywoodense. Sin embargo, aunque algo pueda ser muy frecuentado, en virtud de negligencias, necedades o del exceso de uso, pueden obviarse algunos aspectos importantes y hasta merecedores de un tratado. Al respecto, considero que las historietas que con exagerada pretensión quieren hacer justicia a los anti-héroes sociales, cometen un mayor mal al no dar en la tecla de la cuestión. Quizás uno de los pocos que ha hecho equidad en el asunto haya sido Miguel de Cervantes con su ingenioso hidalgo de la Mancha. Mas en su caso no sólo se aborda el tema de un anti-héroe, sino que lo supera en un complejo entramado de temas plausible de múltiples lecturas. En fin, lo que no se advierte en nuestro asunto es la verdadera probidad del torpe, del anti-héroe. Quisiera, por esto, contarles algo que sucedió hace mucho tiempo, y, al decir mucho tiempo, digo a su vez, mucho mito, pues lo que voy a narrar lo narraré tal cual ha quedado estampado en mi memoria. Dudo que los eventos se hayan sucedido de este modo, pues el hecho de ser el protagonista me quita toda objetividad. No obstante, habrán de conformarse con mi testimonio que, al fin de cuentas, es suficiente para la substancia del relato.
Cuando aún tenía doce años, y me resistía a abandonar el mundo de las infantiles fantasías y de los amigables libros de literatura, comencé a cursar el primer año de la secundaria. Aquel mundo, aunque promisorio, significaba un nuevo comienzo en muchos aspectos. Para mi pueril experiencia todo era novedoso, desde el edificio y las materias hasta los profesores y compañeros. Ciertamente no llegaba de una enseñanza de popularidad y costumbres socialmente exitosas, sobre todo si tenemos en cuenta que provengo de un hogar que se aprecia más el arte que el lujo, más el cine europeo que la industria cinematográfica en serie; más las conversaciones altruistas que de los espontáneos certámenes de chistes soeces. A todo esto hemos de agregarle lo que viene de cuota personal: mi innata torpeza, timidez y propensión por lo anacrónico. Con este semblanteo, como diría un profesor, paso al relato.
Era una mañana de marzo de 1990. Recuerdo que estábamos cursando biología y una “boteresca” profesora nos explicaba las diferencias entre las células procarióticas y eucarióticas. Aunque ya no retengo cuál de ellas era la animal y cuál la vegetal, o si yo tenía que ver con ambas a la vez, estos nombres han quedado esculpidos en mi conciencia a prueba de tiempo a causa de los eventos que pronto referiré. Mientras discurría la insufrible explicación, entonces, la agraciada compañera que se sentaba detrás comenzó a cosquillearme en la cintura. Semejante estímulo, con el valor agregado que lo provocaba una moza de notable belleza, empezó a producirme, casi instantáneamente, el efecto esperado: movimientos convulsivos de la boca y otras partes del rostro y del cuerpo, acompañado de un estentóreo y repetitivo sonido. Para evitar la alharaca de la risa y el antipático llamado de atención intenté, sobrehumanamente, recomponer mi natural compostura. Pero olvidando que cuento con la desdicha de los anti-héroes, he aquí mi desgracia, en vez del estrepitoso sonido de mi garganta, otro sonido emití con mayor estruendo y para mayor asombro y risa del gentío. Mi tarea había consistido en controlar los espasmos que me produjera la risa evitando el irrefrenable movimiento del diafragma y del abdomen; más la descomunal fuerza ejercida, a conciencia, sobre el abdomen produjo que todo terminara en una briosa flatulencia…
La caricaturesca profesora, dirigiéndose al auditorio, inquirió insistentemente con aires de dictatoriales sobre el causante de tamaña ascosidad. A la sazón, conciente de cada uno de los puntos cardinales de mi ruborizado rostro, con gran intrepidez, poniéndome de pie y alzando la mano dije: “Fui yo”.
Concedo que el hecho relatado, y otros semejantes que puedan ocurrírseles a ustedes, en lo substancial no adjudican ni buena fama, ni estima, ni admiración; no obstante implican un gran esfuerzo y valor para arremeter el mal inminente… Los anti-héroes, que por ser tales cometen acciones poco cómodas y escasamente aprobadas por el común denominador, son, en cierto modo, heroicos, pues su anagnórisis comporta un acto virtuoso digno de un héroe. Alguien podría objetar que lo heroico implica una cierta ejemplaridad, y ni la torpeza, ni el ridículo, ni el deslucido temple de los personajes que aquí tratamos llaman, en sí mismo, a la ejemplaridad. Con todo, estos anti-héroes pueden dejar una enseñanza ejemplarísima. Cuando uno se conduce constantemente por la vía de las conductas socialmente exitosas (adviértase que no hablo de acciones socialmente correctas) es probable que se cree el hábito de proyectar una imagen de sí que no sea la propia. En otras palabras, de alienarse en virtud de una constante referencialidad a los cánones del éxito social. En cambio, por su contextura, al anti-héroe no le que queda otra cosa que superar esa rebeldía de no querer ser uno mismo, esa sensación de que ya no vale la pena ser uno mismo, pues no puede escapar de sí mismo, su ser se impone y no lo pueden ocultar. De este modo, contra viento y marea, predica al mundo que el acto de ser uno mismo es un acto de ascetismo fundamental, es aceptar los límites constitutivos del ser personal, y consentir con el tesoro profundo. Al aceptar este tesoro se pone en la senda de encontrarse con Aquél que, sin ser él, es más íntimo a él mismo porque es su Creador. Y, en Él, todo vuelve a tener sentido, hasta la risible trivialidad de ser un anti-héroe según los cánones sociales.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Macanudo por Liniers


21 de agosto de 2008

martes, 2 de septiembre de 2008

Mi enchastre de migas

Cada mañana, podría decirse que cumplo un rito, el cual consiste en cargar mi taza con tres cucharadas y media de azúcar (media, ni más ni menos), llenarla un 90 % de leche (aquí si hay flexibilidad, puede variar entre 70 y 90 %), para luego colmarlo con café. El revolver puede demorarse hasta terminado el primer o segundo pan con manteca. Luego sí, paso a revolverlo para tomarlo un poco menos caliente. Pero no es esta parte del rito la que quiero destacar, sino la otra parte que apenas mencioné. Es el pan lo que me compete hoy. Por comenzar, su elección no es nada fácil, pues debe ser lo más blanco posible. Consumada la elección, paso a partirlo, primero de la baguette y luego el pan en sí, desparramando y derrochando migas por doquier, con el perdón de mis compañeros comensales. Aunque cada uno está tan compenetrado en cumplimentar su rito, que pocas veces nota, gracias a Dios, el enchastre que hago en este paso del mío. Luego de untar con manteca, comienza propiamente el desayuno. El cual trascurre lo que tarde el último comensal en desayunar, en el peor de los casos. Porque en el mejor de los casos, el desayuno demora lo que dure la entretenida pero poco despierta charla que se desarrolle en este. Los temas usuales son: el partido de ayer, el clima de hoy, el partido de hoy, el clima de mañana y lo rico o feo que está el café, la leche o el pan del día de hoy, aunque éste generalmente es de ayer. Nada despierto porque obviamente estamos recién levantados, por lo cual no pidamos demasiadas ideas luminarias a esta hora del día. A veces alguno nos despabila con algún tema puntual, como puede ser las reglas ortográficas y el “de que”, la importancia del café para las horas primeras del día y argumentos afines. Casi nunca falta el aguafiestas que habla de las clases del día, de los exámenes próximos y temas similares.
A pesar de todo esto, hay veces, contadas con los dedos de los pies, que algún intelectual (o no), propone un tema de conversación robado de alguna otra hora del día. Todavía recuerdo una discusión acerca de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y su encarnación, en la que el dulce y la azucarera fueron parte de la explicación gráfica de su vida terrenal.

Una mañana de silencio, por “iluminación divina” ya que de otra manera no hubiera sido posible, tuve una idea un poco (simplemente un poco) más vespertina que matutina. Pero como era día de silencio, sólo la pude compartir conmigo mismo.
Como decía, al terminar de desayunar cada uno carga con su taza y algún trasto más hacia la cocina, dejando al último comensal el oficio de sacudir el mantel en el parque, porque como he dicho anteriormente, cada uno arma un enchastre de migas a su alrededor. Esto es lo que motivó mi idea. Pues, así como Dios provee de alimento a los pájaros del campo, utilizándonos a nosotros y a nuestro enchastre de migas como instrumento y refrigerio respectivamente, Él cuida de nosotros. Incluso, innumerables veces lo hace sin que nosotros mismos nos demos cuenta. Si yo puedo recordar algunas de las veces que fue providente conmigo mismo o con otros, no debe entrar en mi cabeza (y eso que es grande) la cantidad de veces que no tome nota de su Divina Providencia.
Es así como deambulamos, sin darnos cuenta que es Él quien nos va guiando y proporcionándonos todo aquello necesario para nuestra vida y para nuestra santificación. Pues como todo padre que cuida de sus hijos, Él vela por nosotros. Dios es Padre. Dios es bueno. Bueno es todo lo que Él hace. Esto debe iluminarnos también ante los males. Pues, si aceptamos de Dios lo bueno, ¿no aceptaremos también lo malo?
En mi caso, espero cada día poder hacer más enchastre, para que, mediante las migas de pan, pueda ser instrumento del Padre providente, y no sólo proveer a los pájaros de alimento sino también a los hombres de alimento espiritual. Y algún día, si mi Padre lo dispone, también poder partir el Pan pero para darlo a los demás.

domingo, 24 de agosto de 2008

La abominable vieja del potrero

Todavía recuerdo con espanto un ser que he detestado durante toda mi niñez y que viene ligado a una de las mayores alegrías que recuerdo: los partidos de fútbol en el potrero y hasta que se haga de noche. Yo fui una de las últimas generaciones de privilegiados que pudimos gozar de esas venerables canchitas donde no había turno ni nada que pagar y donde solo hacía falta conseguir un buen número y ... una pelota. Detalle éste no menor, que implicaba a veces el llamado de algún futbolista de escasa habilidad (pero con pelota). El último requisito era un necesario pacto de honor entre caballeros: Pincha, paga! Salvados estos detalles no había ni poder ni principado que pudiera detenernos.
Miento. Si que nos podían parar. Alguien podía pararnos. Este era un ser siniestro que acechaba detrás de la pared o cerco que delimitaban la cancha: La infaltable vieja que no quería que jugáramos en el potrero porque ¿...? Ninguna razón parece suficiente para tal atropello, pero las consecuencias eran devastadoras. Simplemente parece que detestaban la alegría.
Todo esto hubiera sido tolerable de no ser porque, para completar su desatino, la señora amenazaba con no devolver la pelota si la tirábamos a su casa. Esta crueldad llegaba a veces a extremos inhumanos de los que he sido testigo: algunas veces no les bastaba con interrumpir el juego, ni con quedarse impunemente con la pelota, sino que consumando una tarea que clamaba venganza del cielo culminaba su villanía pinchando la pelota y devolviéndola así. A decir verdad, no se si gozaba y reía en la oscuridad al hacerlo pero el efecto era muy evidente e indiscutible... debíamos suspender el partido. Inútil era que gritáramos, mejor dicho cantáramos, el clásico cantito: Señoooora! El crimen estaba consumado. Si a esto se sumaba la crónica falta de pelota, que hacía necesario el recurso a un tronco insoportable, la situación era insostenible. Cada uno debía marchar cabizbajo a su casa. Debía terminarse el partido.
¿De donde surgía tan abominable ser? y ¿que potestad infernal había dado su beneplácito para encanutar las pelotas que le dejábamos? ¿Quién se creían? ¿por qué disfrutaban con tal acto? Y ¿cómo librarse de tal totalitarismo arbitrario?
La causa de tales actitudes inhumanas no han sido descifradas. Sólo se sabe que no dejaban jugar en paz. Porque si su maligna influencia se hubiera remitido únicamente a su casa (Dios libre a quienes la compartían con ella) vaya y pase, pero el gran problema era que su irracional actitud afectaba también el desarrollo del partido. Durante todo el picado acechaba su sombra, amenazando cada tiro al arco, cada puntín, sobre todo si pateaba algún patadura famoso: ¡que no se caiga en lo de la vieja! Ya no se podía jugar tranquilo porque no se le podía pegar fuerte. De esta manera, lo externo al partido, que no tenía una injerencia directa sobre él, terminaba siendo determinante.
Para solucionar esta encrucijada algunos buscaron una solución. No más viejas que nos limiten caprichosamente. No más límites. ¡Vayamos a la canchita sin vieja alrededor que moleste!
Pero aquí, aunque no hubiera extrañas creaturas, el problema era semejante. No ya por exceso de límites de la cancha como los que arbitrariamente ponía la vieja, sino por la falta total de los mismos. Tampoco había tranquilidad. La pelota seguía yéndose de la cancha, solo que ahora bien lejos o a algún lugar inconveniente. En esta situación un émulo del Mencho Medina Bello podía ser fatal. Si le pegaba mal y fuerte, pum... a la ruta; baldío; charco; zanja; techo inalcanzable, etc. etc.... Acá no había viejas, pero seguía habiendo dificultades. La diferencia es que la molestia no eran ya las imposiciones arbitrarias de la vieja sino la falta de contención. Sin ellas, a rezar para que no se pinche la pelota (y que los autos no pisen al que la va a buscar).
De esta manera, por falta o por exceso de límites el partido quedaba rengo. Siempre estaba la sombra de que la pelota se podía escapar. Por lo tanto, la solución a la falta de libertad no era entonces la libertad sin límites. Esto también coartaba la libertad de jugar. La solución era el alambrado.
El alambrado también era un límite. Pero no como los de la vieja, que no quería que jugáramos al fútbol. El alambrado era un límite que hacía que podamos jugar al fútbol en paz, porque buscaba fortalecer lo que de verdad queríamos, que era jugar al fútbol, impidiendo que la pelota se vaya fuera de donde tenía que estar. El sentido del alambrado entonces era positivo, porque ponía un límite necesario que ahorraba de muchos males infernales.
Sin alambrados el fútbol se desdibuja, porque se deja lo más valioso en pos de una mayor libertad ilusoria y falsa. Quien reniega de los alambrados abandona lo que de verdad quería que es jugar al fútbol; no que nos pinchen la pelota.
...
Algunos piensan que no sólo el fútbol sino también la vida se ve amenazada por las viejas. Es decir, creen que es mejor un partido sin límites, porque afirman que nada debe entorpecer la libertad. Por eso afirman la prohibición de toda prohibición y creen que eliminando las viejas eliminan todo obstáculo que perturba los partidos.
El problema es que con las viejas, negaron los alambrados y al hacerlo el gran derrotado fue el fútbol. Ya no existen partidos felices. Todos están amenazados, o por las viejas que en realidad no desaparecieron, o por los autos de la ruta. Aborrecidos los alambrados, no fueron reemplazados por nada, y la consecuencia fue que debemos ir a buscar la pelota siempre lejos, y que cuando no la tenemos que ir a buscarla tenemos miedo. Miedo de patear alto. No sea que la pelota se vaya o, peor aun, la agarre una vieja escondida. Así en vez de una mayor libertad solo queda el miedo. Que el equipo se arregle.
El problema es quien no patea no hace goles. Sin alambrados, ya no hay lugar para equivocarse y un error puede ser fatal. Afirmar la negación de los alambrados es renunciar al riesgo de hacer goles, y quien no hace ni busca hacer goles, solo le importa defenderse. Así, los que niegan los límites renuncian arbitrariamente a la búsqueda de la verdad y al bien moral para evitar la posibilidad de descubrir que en realidad existe algo o alguien superior a nosotros que deba ser criterio de mi obrar. Es decir, se comete la torpeza de renunciar al bien moral para que no haya mal, cuando el mal solo puede existir cuando hay bien, ya que no es más que su privación. Pero al hacer esto ya no hay nada que elegir. Ya no importa si la pelota entra o no en el arco, ahora lo que importa es que haga lo que YO quiera. Es decir, lo importante deja de ser el disfrutar de los goles, para pasar a ser el gozar de lo que arbitrariamente he elegido (que ya no puede ser bueno ni malo porque lo he negado para evitar las prohibiciones). No importa que mi equipo gane sino que YO me divierta. As{i, la funesta consecuencia es invitable: Nadie quiere jugar en equipo ya que cada uno juega para sí mismo y para la tribuna. “Si no hay más goles que hacer por lo menos que me aplauda la tribuna...”
Pero como todos sabemos en el fútbol, mientras no se hagan goles lo mismo da hacer caños que no tocar la pelota. Sin goles nada tiene sentido. Por eso quienes niegan la posibilidad de alcanzar el arco para negar la posibilidad de que exista algún límite, abandonan con ello la posibilidad de conocer la grandeza del hombre. Al no querer reconocer que la pelota además de caer en lo de la vieja podía caer en la red, renunciaron a patear y ahora esto es un embole. Mejor irse a casa.
Ya no hay viejas, pero tampoco hay goles: O a O. No hay límites, pero tampoco hay alegría verdadera, todo da lo mismo.
Así llegamos a la última y más profunda consecuencia: si los partidos no van a tener goles y son un aburrimiento, mejor quedarse mirando televisión. En definitiva, la negación de los límites lleva a la negación de lo que era de verdad necesario, ya que ahora a nadie le interesa el fútbol. Así la presunta afirmación de la diversión y la alegría sin límite termina con el mayor de los emboles.
Y esto es lógico que sea así, porque quien niega los límites, aun los racionales, pierde todo delimitación de lo que en realidad vale, quedando librado a su suerte y a su puntería. Y si todo vale lo mismo ya nada tiene sentido. Lo realmente grande, que requiere esfuerzo y gran preparación ya no le interesa a nadie. Si no hay parámetros, finamente sopesados por la experiencia de los hombres sabios y prudentes, con los cuales juzgar lo que realmente vale la pena entonces todos nos tiramos a chanta. Y así paradójicamente se vuelve al principio: Quien comenzó negando los límites razonablemente afirmados por la tradición de los grandes hombres termina quedando a merced de las viejas y de los charcos. O peor aún: queda librado a sí mismo.
...
Algunos piensan que Dios es como las viejas de los potreros, que odia toda verdadera alegría y que por eso ha dado a los hombres todo tipo de prohibiciones insoportables. Piensan que no quiere que los hombres disfruten de la vida y que por eso reprime todo lo bueno que hay en ella. Piensan, en fin, que es mejor vivir sin Dios para no caer en manos de las viejas que no devuelven la pelota.
Pero se equivocan porque la verdad es que Dios quiere que juguemos al fútbol. Por eso, a veces, pone alambrados. Es decir, Dios quiere que no nos perdamos en cosas superfluas que terminan aburriendo y haciendo la vida insípida sino que disfrutemos de las cosas importantes, porque pocas cosas, más bien sólo una, es necesaria. Pero son pocos los que la encuentran.
Y porque son pocos, es necesario que haya límites. Estos son necesarios para aprovechar mejor lo bueno de la vida y para reconocer lo que la acecha, porque los alambrados hay que saber donde y como ponerlos. Por eso, para no equivocarse, es mejor dejar a Dios, que es el dueño de la canchita.
Dios quiere que juguemos al fútbol.
...
Cuando era chico creía que el paraíso era un eterno partido de fútbol... Todavía lo creo, solo que ahora creo que también hay otras cosas más. De lo que estoy seguro es que en el cielo hay potreros en los que Jesús, hace goles de media chilena todos los días. Los partidos no terminan como acá con la noche, porque allá no oscurece (cf. Apoc. 22, 5), allá terminan cuando Mamá llama: “¡a tomar la leche!”.
La diferencia es que en el cielo los alambrados no van a hacer falta. Jesús no patea a la tribuna.