martes, 10 de noviembre de 2009

LAS AZALEAS

Ponerle nombre a las cosas parece ser que ha sido una tarea humana de siempre. Desde Adán hasta nuestros días, hemos ido recorriendo una realidad tras otra nombrándolas, dándoles una denominación que las signifique y que nos permita, de algún modo, poseerlas.
A la vez, aunque parezca repetitivo, la posesión del nombre nos capacita para poder hablar de las cosas. Pero sucede, y es bastante frecuente, que hablamos de ellas para poder hablar sin más, esto es, para estar en la conversación, desatendiendo a los focos alrededor de los cuales, como una elipse, se describen los discursos.
Y descubrimos esto cuando estamos afuera de la elipse, cuando desconocemos los focos.
Así, en la casa en la que vivo, parece ser que crecieron unas hermosas azaleas, puesto que desde mi ventana podía oír las exclamaciones de admiración de cuanta gente pasaba, especialmente de sexo femenino, al ver a esas dichosas cosas denominadas de esa manera. Claro está que me di cuenta que eran plantas, porque las delataba el modo en el cual las personas se referían a ellas. Pero mucho no me importaron, hasta que quede envuelto en una conversación sobre ellas.
Sucedió, pues, que en un diálogo que versaba sobre las diversas plantas de la casa, diálogo del cual yo me encontraba incómodamente ausente, apareció la palabra azalea. Esa fue mi humilde oportunidad de entrar en tema. “¿Cuáles son las azaleas?”, pregunté tímidamente. “¡Son esas flores que se ven desde tu ventana!”, recibí por respuesta del dueño de casa, el cual, por otra parte, percibió tiempo atrás mi poca comprensión del tema.
Cuando volví a la habitación, abrí la ventana. Allí estaban las flores. En verdad, eran hermosas. Se trataba de dos plantas iguales, pero de diferente coloración; dos colores que, por otra parte, no puedo definir con seguridad por defecto del órgano de la visión.
Y al otro día me encontré hablando de ellas con la soltura de un floricultor portugués, pero, ¡oh asombro!, no se trataba de hablar de ellas, sino que ellas eran el motivo para hablar con otra persona. No intentaba describir la belleza que desde mi ventana se veía, sino embellecer mi discurso para impresionar a mi interlocutor con mi sabiduría de la naturaleza.
¡Extraña parodia la humana, en la que las cosas quedan mediatizadas para hacer del hombre un gran hablador! Somos como una elipse sin focos, donde los puntos que describen la curva tienden a la dispersión, porque no saben sobre qué otros puntos giran.
De este modo nos ponemos nosotros en el centro, mientras que las cosas sobre las que tanto hablamos se desvanecen. Nos quedan sus nombres, sí, pero como fórmulas que están al servicio de nuestro enaltecimiento. No nos importa el contenido, lo que queremos es la forma exterior.
Y la experiencia de las azaleas puede, analógicamente, aplicarse a muchas otras situaciones: no nos interesa la gente de Samoa, sino saber que allí ocurrió un tsunami que dejó muchos muertos; no nos importan los bienes del matrimonio K, sino poder sumarnos a las voces que los defenestran; nos da lo mismo si en el Chaco la gente se muere de hambre, lo que importa es poder hablar de ello, no estar afuera de las conversaciones.
Podríamos seguir por nuestras ocupaciones: si somos literatos, no importa el contenido de un libro, sino mostrar que lo leímos; si somos economistas, no importan las teorías acerca del mercado y sus repercusiones reales, sino mostrar que las sabemos; si somos psicólogos o médicos, no importan las personas, sino los casos típicos; si somos teólogos, no importa el Dios que revela sino mostrar que sabemos la letra chica de lo que Dios revela; si somos filósofos, no importan las cosas, sino los nombres, y más si están en alemán.
De esta manera importunamos a las cosas circunstancialmente para extraer de ellas lo que nos sirve para transformarnos nosotros en los focos de la elipse: sus nombres. Hablando nosotros de ellas, acabamos nosotros hablando de nosotros mismos, de cuánto sabemos, de cuánto somos. Y las elipses tienden a transformarse en circunferencias, eliminando un foco y sólo quedando un centro: mi propio YO. Este es nuestro mayor logro: eliminar al interlocutor y sólo nosotros constituirnos en principio y fin de las conversaciones. Satisfechos de este modo, nos sentimos poderosos, porque no sólo poseemos a las cosas, sino al otro, al que escucha nuestra vana palabrería y queda subyugado por nuestro saber. Saber que, en lo profundo de nosotros mismos, es conciente de su fugaz valor.
De las azaleas aprendí algo; hay gente que, conociéndolas, es capaz de volverse a ellas con humilde admiración, y de repetir esta operación una y mil veces. Yo las miré una vez, y me llene de vacua ciencia. ¡Cuánta humildad aprendemos de esas personas! Volver a sorprenderse por los colores que no puedo describir, volver a fijar la mirada en las cosas, ¡cuánto purificaría nuestras conversaciones! Volver a describir la elipse de los discursos alrededor de sus focos reales, ¡cuánta simpleza nos haría ganar, cuánta franqueza! Quizás, hasta descubriríamos que nuestro interlocutor tiene algo para decirnos. Y que nuestro Creador nos sigue llamando, desde estas minucias, a ser humildes, y a descubrir la grandeza de nuestro ser. Seremos más humanos cuanto más nos apliquemos a ser simplemente humanos. Y así resplandeceremos verdaderamente: como las azaleas, que dejan atónitos a cuántos las contemplan, no pretendiendo más que ser ellas mismas.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Estar ahí… justito.

Nunca me lo hubiera imaginado, pero pasó. Y todo por bajar las escaleras. Y ahí los encontré, charlando en las galerías vaya a saber de qué disquisiciones metafísicas, ¿o era sobre la vida? Se igual… diría un filosofo popular argentino. La cuestión que ahí estaba yo, con ellos, mis amigos, sumándome a su charla, no sin un dejo de asombro, porque… ¿qué hacia un tipo como yo hablando de la vida con ellos, que generalmente llegan más alto en sus elaboraciones? No sé, pero ahí estaba yo, justito ahí.

Cuando llegó el momento, ellos se dispusieron a partir, rumbo a quien sabe dónde, y sucedió, no sé cómo, pero sucedió. ¿Habrá sido por caridad? ¿Habrá sido por pena? ¿Habrá sido por munificencia? Quién lo sabe. Pero se dio. Por estar ahí, justito ahí, me llegó la oportunidad, esperada ciertamente, aunque no sin un poco de temor por compartir espacio con ellos. Y aquí estoy, escribiendo esto gracias a aquello, por estar ahí, justito ahí. Con el pasar de los días, en mis pensamientos vagabundos, me he puesto a pensar en este suceso, y como será de importante que hasta me invitaron a cenar, y todo por estar ahí, justito ahí. ¡Qué grande es estar!

Y aquí la grandeza de la vida, que a veces consiste en estar, en salir, en caminar, en encontrarse con esas personas que por caridad o por pena, por amistad o vaya a saber qué, lo suman a uno, lo integran y lo hacen formar parte de algo mas grande. Eso es: estar en el lugar indicado. ¿Casualidad? No, Providencia. Esa moción inexplicable que nos hace movernos y estar donde El quiere que estemos, para hacer lo que El quiere que hagamos, que sin duda es la realización de todos nuestros ideales. Pero hay que ir, hay que ponerse en camino, hay que salir al encuentro, hay que emprender la marcha y dejarse llevar, aceptar la invitación que nos hace El, solo por estar ahí. Y maravillosa coincidencia… ¡también nos invita a comer!

Bendito el lugar y el motivo de estar ahí… bendita la coincidencia! Hoy escribo para ustedes, mis amigos. Este es mi estreno, mi bautismo, aunque espero con ansias la cena en donde me sentiré parte completa de este grupo de amigos, que camina en una misma dirección y se juntan a compartir su vida. Así como pasa con El, que nos hace plenos en su Cena. Qué maravilla… ¿qué me dicen? Y todo por estar ahí... justito.

lunes, 5 de octubre de 2009

Los finales de Hollywood

Los niños son inocentes y aman la justicia.

La mayoría de nosotros, por otra parte, somos malvados, y preferimos la misericordia.

(Sobre dioses domésticos y duendes, G. K. Chesterton)

Algo que detesto de las películas norteamericanas es el famoso final feliz. La vida no es así. No es verdad que los buenos triunfen siempre y que el más humilde de todos se quede con la chica más linda. No es verdad que todo tenga que resolverse siempre de la manera más mágica para llegar a la última pantalla feliz.

¿Por qué falsear la vida? ¿no es mejor la realidad? ¿y no es mejor la realidad a pesar de todas sus dificultades? ¿a quién le importa una historia que sólo puede darse en las películas?

Yo me quedo con la realidad. Aunque debo confesar que el hecho es misterioso. El misterio se encuentra en que, aunque a mi no me gusten algunos finales insostenibles, a nadie le gustan los finales infelices. Nadie quiere que a los buenos les vaya mal; ni que el malo se case con la linda. De algún modo necesitamos el happy end.

¿No es un gran misterio que todos nos inclinemos sin ningún esfuerzo por los buenos? ¿Qué si el director quiera inclinarnos contra alguien baste con mostrárnoslo como alguien injusto y sombrío? ¿No es un misterio que absolutamente NADIE hinche por los malos?

Quizá esto se deba a algún origen común, quizá se deba a que todos descendemos de una tierra donde sólo existen los finales felices o que los malos no triunfan nunca y que cuando venimos a la tierra conservamos la nostalgia de todo aquello. Quien sabe.

Este misterio se hace más profundo en los niños. Una obra para niños con final triste y terrible va condenada al fracaso. Los niños solo quieren finales felices, y no les importa que el final sea insostenible. El príncipe debe casarse con la princesa. Los malos deben ir a la cárcel. Debe haber justicia. Y si para eso es necesario violar todas las leyes de la física y de la materia no importa. Los buenos deben triunfar aunque pierda Newton.

Quizá los niños no soportan que los malos triunfen porque están todavía más cerca del origen. Quizá todavía no han tenido suficiente contacto con la realidad como para aceptar que también pueda haber finales tristes. Quizá todavía pretenden que la realidad es algo salido de las manos de un gran mago que ha encantado el mundo y ha escondido en él un secreto que todos debemos buscar y descubrir. Y quizá por eso todavía lo busquen en las películas.

Quizá es porque todavía no han hecho la suficiente experiencia de que la realidad no es así como en las películas; que los buenos no sólo no triunfan sino que muchas veces pasan por tontos; y que los finales felices sólo existen para unos pocos.

Quizá es así porque no han crecido lo suficiente…

Pero quizá no sea, como tendemos a creer, que los niños todavía no se han desencantado del mundo, sino que en ellos todavía permanece nuestra primitiva imagen, todavía no gastada por el peso de los años. Quizá somos nosotros lo que hemos perdido la inocencia original. Quizá ellos sean el reflejo del hombre verdadero que no puede renunciar a los finales felices.

A pesar de que todos hemos crecido y envejecido, sin embargo, también es verdad que nunca hemos dejado de ser niños. Tampoco nosotros hemos abandonado aquella nostalgia de que los finales felices sean la última verdad. Todavía conservamos en el fondo del corazón un deseo irrenunciable de que sean los buenos los que triunfan, al menos al final de la Película.

Y por eso, aunque tengamos esta añoranza muy cubierta por el polvo de los años que nos han envejecido, ésta nunca deja de vivir en la profundidad de nuestro yo. Y entonces, aunque viva disimulada y silenciada por el peso de la rutina, aflora cuando nos sentamos a ver una película. Quizá, es entonces cuando más nos acercamos a nuestro origen y recordamos quienes somos.

La demostración de que algo así existe es que una industria tan desalmada como Hollywood hace siempre películas con finales felices, por la sencilla razón de que son las que más venden. Los ejecutivos son personas envejecidas, pero que saben qué es lo que vende. Qué es lo que las personas quieren ver.

Es verdad que los finales de Hollywood no me gustan porque no reflejan la realidad. Es verdad que no es común que los buenos triunfen y que el bueno y lindo se case con la fea.

Pero quizá esto sólo sea el principio de la película. Quizá la realidad que nosotros alcanzamos a ver con nuestros ojos sólo sea una escena triste de una Pelicula mayor que termina con un final feliz. Quizá los niños tengan razón y los finales tristes no existen porque en realidad no son finales. Todavía falta mucha cinta que correr…

Si esto fuera así entonces quizá el Mago que ellos buscan exista de verdad; quizá el mundo fue pensado para terminar en un final feliz… y por eso los hombres, actores protágonicos de este drama que parece no terminar nunca, no podemos renunciar a buscar al Héroe que nos venga a liberar.

Quizá este héroe ya ha venido al mundo. Quizá lo hayan matado en una cruz para salvar a su rápida noviecita (Os 2).

Si así es, todavía no termina la historia… todavía falta la segunda parte. Sólo que a diferencia de lo que nos enchufa Hollywood, esta va a ser mucho mejor que la primera.


 

jueves, 1 de octubre de 2009

El instrumento

Dios me ha dado muchas habilidades, y otras tantas no me ha dado. De las primeras podría enumerar la capacidad de…, o la facultad de…, o la pericia para… Bueno, alguna debe haber, sólo que está muy muy escondida. De lo que sí estoy seguro es que la habilidad artística no está en mi lista, como ya he dicho otra vez. Pero, a pesar de mi falta de aptitudes para el arte, no me dejo vencer por ello y sigo insistiendo, para el deleite mío y el sufrimiento de otros.
Hoy quiero referirme a mis condiciones vocales. La música me encanta y disfruto enormemente de ella, pero no tengo una gran voz. Igualmente, esto no me impide cantar. Mi voz es mi instrumento, un instrumento medio defectuoso, pero instrumento al fin.
La cosa no termina allí, porque no sólo me animo a cantar, sino que además formo parte de un coro. Sí, ¡un coro! Como diría cierto periodista, ¡qué país generoso! Lo que me consuela es que dentro de este coro están las voces “estelares” y las voces del montón, que, gracias a Dios, somos varios. Lo cual hace que no seamos el Coro de niños cantores del Tirol, ni el coro de Fundación “Cathedrarius”, pero nos defendemos un poco.
Contra todos los pronósticos, a veces, y sólo a veces, salen cosas perfectas. Sólo aquellas veces que afinamos y seguimos lo que nos va marcando el director, quien no se cansa nunca, pero nunca, de corregirnos. Con sus manos va marcando el ritmo, el volumen de voz que tenemos que llevar para darle una belleza única a cada melodía, e incluso nos va indicando qué canción hemos de seguir. Así, habrá estrofas que iremos más rápido y otras que iremos más lento; habrá momentos que cantaremos más fuerte y otros que cantaremos suavemente. Todo nos llega a través de sus manos.
Cada vez que seguimos lo que el director nos va marcando con sus manos salen canciones admirables, y cantamos juntos como un solo instrumento. Literalmente, nos ponemos en sus manos.

En una ocasión mientras cantábamos, una imagen vino a mi mente: Dios como director de nuestras vidas. Así como seguir las indicaciones del director del coro es garantía de una buena performance, seguir los caminos de Dios es garantía cierta de que nuestra vida saldrá bien. Nuestro instrumento puede ser imperfecto, humano, pero Dios saca buenas notas de él. ¿Acaso no escribe derecho en pentagramas torcidos? Dios quiere guiar nuestra vida, nosotros simplemente tenemos que seguir aquel camino que Él nos indica. Habrá momentos más complicados y momentos más simples, momentos que requerirán grandes esfuerzos nuestros y momentos que nos abandonaremos totalmente en sus manos.
“Cantar la melodía de Dios” hará que crezcamos como personas, que avancemos por sus caminos. Para que podamos crecer como “coro”, tenemos que “cantar” todos en conjunto, siguiendo lo que el Director nos revele, para poder armonizar esta sociedad que tan desafinada está.

San Agustín nos enseña cómo hemos de cantar a Dios: “No te preocupes por las palabras, como si éstas fuesen capaces de expresar lo que deleita a Dios. Canta con júbilo. Éste es el canto que agrada a Dios, el que se hace con júbilo. ¿Qué quiere decir cantar con júbilo? Darse cuenta de que no podemos expresar con palabras lo que siente el corazón. En efecto, los que cantan, ya sea en la siega, ya en la vendimia o en algún otro trabajo intensivo, empiezan a cantar con palabras que manifiestan su alegría, pero luego es tan grande la alegría que los invade que, al no poder expresarla con palabras, prescinden de ellas y acaban en un simple sonido de júbilo.
El júbilo es un sonido que indica la incapacidad de expresar lo que siente el corazón. Y este modo de cantar es el más adecuado cuando se trata del Dios inefable. Porque, si es inefable, no puede ser traducido en palabras. Y, si no puedes traducirlo en palabras y, por otra parte, no te es lícito callar, lo único que puedes hacer es cantar con júbilo. De este modo, el corazón se alegra sin palabras y la inmensidad del gozo no se ve limitada por unos vocablos”. (Salmo 32, sermón 1, 7-8)

El viernes pasado ensayamos una canción “Jubiláte Deo, cantáte Domino” (= Aclamen a Dios, canten al Señor). Es a tres voces, que luego de algunas repeticiones y algunos retos del director, salió. Por lo pronto, espero poder afinar algún día mis condiciones musicales para poder dar mayor gloria a Dios con ellas, pero más espero poder dar gloria a Dios con mis acciones siguiendo el ritmo que Él me va marcando, poniéndome en sus manos. Para poder cantar al Señor con júbilo, para poder aclamar a Dios. Para poder ser un instrumento dócil en las manos del Padre.

domingo, 15 de marzo de 2009

"Lo maravilloso y el poste de Madera", breve defensa del realismo por G.K. Chesterton

La tierra de los colores, Londres, 1912.

[Breve resumen del pensamiento de Chesterton a partir de un golpe en la cabeza con un poste, que podría servir como declaración de principios del blog]

La noche negra había cerrado mi casa y mi jardín con persia­nas de pizarra primero y de ébano después. Yo estaba pasando al interior a través del espacio cuadrado teñido con el brillo de la ventana iluminada, cuando me pareció haber visto algo nuevo desprendiéndose del suelo. Me incliné para observar. Al hacer eso di con mi cabeza contra un poste y vi las estrellas. Estrellas del séptimo cielo, estrellas del firmamento secreto y supremo. Ciertamente parecía, cuando se me alivió el pequeño dolor, pero antes de que me pasase por completo, como si hubiese visto algo escrito en un alfabeto astral, al­go que anteriormente nunca había comprendido con tanta claridad. Una verdad referida a los misterios ya la mística que había conocido a medias durante mi vida. No voy a ser capaz de reproducir con pala­bras esa idea en estas páginas, porque esos raros estados de ánimo de clarividencia son siempre fugitivos. Pero lo intentaré. El poste aún está allí, pero las estrellas en el cerebro se están apagando.
Cuando era joven escribí muchos poemitas, principalmente acerca le la belleza y la necesidad de lo maravilloso; ése era en mí un sent­imiento genuino, y todavía lo es. El poder de contemplar los seres y los paisajes simples en una especie de luz solar de sorpresa; el poder de dar un salto a la vista de un pájaro como ante una bala alada; el poder de ser arrastrado a la quietud por un árbol o por el gesto de una lana gigantesca. En una palabra, el poder de chocar poéticamente con la propia cabeza contra un poste, es algo que es diferente en distintas personas y puedo decir, sin engreimiento, que es parte de mi propia naturaleza humana. No es un poder que implique una fuerza artística; todavía menos, una exaltación espiritual. Hombres que son religiosos en un sentido para mí demasiado sublime, tampoco lo tienen. Muchos profetas y hombres muy rectos, que han tratado de ver esto en un guijarro del camino o en una ramita del cerco, no lo han conseguido. Es un don pequeño y especial. Es algo inocente. [..]
Yo sentía que el misticismo moderno estaba en plena contradicción con el mío. Yo sentía sim­plemente que el misticismo moderno estaba en plena contradicción con el mío, más aún que el materialismo. Continué sintiendo así. Me llevó mucho tiempo darle a eso siquiera una oscura expresión. Nunca hallé una ex­presión realmente vívida hasta que di con mi cabeza contra el poste. La expresión que llegó entonces a mis labios, estoy ahora, como dije, olvidándola lentamente.
Lo que encontré finalmente acerca de nuestra mística contempo­ránea es lo siguiente. Cuando ellos decían que un poste de madera era maravilloso (un punto sobre el que, espero, todos estamos de acuerdo), querían decir que, pensando en él, eran capaces de hacer con él algo maravilloso. "Un sueño; no hay ninguna verdad -dijo Mr. Yeats-, sino en nuestro propio corazón". El místico moderno buscaba el poste, no afuera, en el jardín, sino adentro, en el espejo de su mente. Pero la mente de un místico moderno, como el vestidor de un dandy, estaba enteramente compuesta por espejos. De este modo, el vidrio repetía al vidrio, como puertas que se abren hacia adentro para siempre; hasta que uno apenas puede ver esa cámara interior de la irrealidad, donde el poste hace su última aparición. Y dado que los espejos del místico moderno eran en su mayoría curvos y muchos de ellos estaban rajados, el poste, en su última imagen, parecía cualquier cosa: una canaleta, el árbol del conocimiento, la serpiente marina puesta en forma vertical, una columna arquitectónica retorcida, etc., etc. De allí tenemos a Picasso y un millón de puerilidades. .
Yo nunca estuve interesado en los espejos, es decir, nunca estuve interesado primariamente en mi propio reflejo, o reflejos. Estoy inte­resado en postes de madera, que me sorprenden como milagros. Estoy interesado en el poste que me está aguardando fuera de la puerta de mi casa, para darme un golpe en la cabeza, como el garrote de un gi­gante en un cuento de hadas. Todas las puertas de mi mente se abren hacia afuera, hacia un mundo que yo no construí. La última puerta de mi libertad se abre a un mundo de sol y objetos sólidos, de aventuras objetivas. El poste en el jardín, algo que yo ni pude crear ni podía es­perar. Luz solar plena y fuerte, sobre una madera parada rígidamente. Es algo hecho por el Señor y es algo maravilloso para nuestros ojos.
Cuando los místicos modernos decían que les gustaba ver un poste, querían decir que les gustaba imaginarlo. Son mejores poetas que yo: lo imaginaban tan pronto como lo veían. Yo podría ver un poste mucho antes de haberlo imaginado y, como ya dije, podría sentirlo antes de verlo. Para mí el poste es maravilloso simplemente porque está allí, sea que a mí me guste o no. Perdí la razón por un poste. Si me hubie­ra quedado ciego por un rayo, el poste seguiría estando allí, como la substancia de algo que no es visto. Lo sorprendente del universo es que existe, no que podamos discutir su existencia. La espiritualidad real es un testimonio de este mundo tanto como del otro. El universo ma­terial realmente existe. El cosmos todavía se agita hacia su último ex­tremo, desde aquel gran puntapié que el Dr. Johnson le dio a la piedra cuando desafió a Berkeley. El puntapié no era filosofía. Era religión.
Actualmente los místicos a mi alrededor no tienen esa viva fe de que los objetos son fantasías, porque son hechos reales. Ellos desean, al igual que todos los magos, controlar los elementos, ser el Cosmos. Ellos quieren que las estrellas sean sus ojos omnipresentes, y los vien­tos, sus lenguas largas y firmes plenamente desplegadas. Por eso son partidarios de los crepúsculos y de todos los puntos medios, oscuros y fronterizos en donde los objetos se funden unos en otros. Un punto en el que el hombre se hace tan grande como la naturaleza y, lo que es peor, tan impersonal como la naturaleza.
Jamás yo me sentí propiamente impresionado por el misterio de los crepúsculos, sino más bien por el acertijo de la luz del día, tan grande y tan sorprendente como la esfinge. He experimentado esto en edificios grandes y desnudos contra un cielo azul, en casas altas destrozadas o aun vacías, frente a grandes muros grisáceos bañados con una luz cálida como con un monstruoso pincel. Uno parecía haber llegado al fondo de todo. Y todo tenía esa extraña y altiva indiferencia que es propia solamente de las cosas que son… Usted ve que no dije lo que quería decir. Pero si usted acepta que mi cabeza y el poste son igualmente maravillosos, le doy permiso para que diga que son igual­mente de madera.