lunes, 28 de febrero de 2011

Defensa de la siesta

Es una regla general de la vida que las cosas son más valoradas cuando están distantes, ya que cuando esto ocurre, la memoria de aquello que amamos hace el deseo se agigante por la ausencia. Algo así me sucedió uno de estos días en los que estuve sin poder dormir durante un par de horas, durante los cuales pude redescubrir con humilde admiración, la grandeza del dormir y, especialmente, del dormir la siesta.

Durante mi falta de sueño, recordé que, para el hombre antiguo, todo esfuerzo solo puede tener sentido para alcanzar un descanso, deleite, una paz, que no son sino las formas concretas de llamar a la felicidad. De ahí que lo útil, es decir aquello que se busca como camino a otra cosa, solo puede tener sentido como camino a lo que se busca por su propio valor, que por ello puede ser llamado inútil.
En esta perspectiva, para ellos, el negotium no era sino la negación del otium, ya que la actividad comercial solo tiene sentido como aquello que es necesario hacer para poder dedicarse con tranquilidad a todas aquellas actividades que no producen ninguna utilidad (otium).

A la luz de ello, no es raro que todo hombre antiguo que se preciara de tal debiera dormir la siesta, como lo hizo el mismísimo Dios después de terminar su gran obra de la creación y también Jesús, mientras sus amigos luchaban contra la tormenta.


Sin embargo, existe hoy en día la idea, quizá no siempre del todo explícita, que la siesta es una actividad propia de holgazanes que pierden el tiempo. Se afirma que el tiempo es dinero y la siesta, entonces solo puede ser dinero malgastado. Por lo tanto, quien duerme la siesta, únicamente por el deseo de dormir la siesta, es un hombre inservible que derrocha el dinero y el tiempo de todos. Debería ponerse a laburar.
En nuestros tiempos parece muchas veces que lo único que importa es que el individuo produzca y que, cuando no lo hace, se dedique a consumir lo producido. Fuera de ello, nada parece tener sentido.
Como consecuencia de ello la nuestra termina siendo una sociedad en la que la producción solo tiene sentido como medio a otra producción, que, a su vez, solo tendrá sentido como medio a otra producción y así… con el absurdo resultado de un círculo de actividades que no tienen valor fuera del círculo al que pertenecen.
Así sucede con el mismo descanso, que sólo sirve para prepararse a producir más o para consumir lo que se ha producido; así sucede con el domingo, que pasa a ser el amargo preludio del lunes; así, finalmente pasa con el mismo tiempo libre, que si no es instrumentalizado para algo más, carece de sentido propio y termina por aburrir.
Todo debe ser llenado con alguna actividad, no importa lo innecesaria que sea.
Esto se debe a que la producción, al no tener una finalidad más que sostenerse a sí misma y al círculo que crea, no puede detenerse. Por ello, necesita, finalmente, generar la propaganda, es decir un sistema que busca enchufar lo que se ha producido, sin saber por que o para quien, a quien no lo necesita para que lo consuma y no quede arrumbado en un depósito, haciendo perder utilidades a quien lo fabricó.


Frente a todo esto, la siesta aparece como una pequeña y humilde revolución, que se levanta como protesta contra el mundo mercantilista en el que vivimos.
Dormir la siesta, únicamente por la alegría de dormirla, es afirmar nuestra soberanía delante del mundo de la producción que busca tragarnos y arrastrarnos a hacer algo útil.
Pero para que ésta sea auténtica la siesta debe ser el reflejo de nuestra vida entera, fundada sobre la convicción de sólo las cosas inútiles pueden ser objeto de un deseo incondicionado, es decir de un deseo que no busca nada más allá de ellas mismas.
Implica, por lo tanto, la renuncia a vivir del consumismo que busca imponernos el mundo de la producción y la aceptación de que lo más importante de la vida no puede comprarse en un supermercado, sino que sólo puede conquistarse como fruto a una vida entregada a todo aquello que aparentemente no vale.
Esta es nuestra pequeña revolución, que comienza con una siesta, pero que no puede detenerse con ella. Porque si es verdad que nos movemos por un verdadero amor a la siesta, y a lo que ella implica como expresión de la dignidad humana, debemos reconocer que todavía existen muchos hombres que no pueden dormirla, ya sea porque la vida les exige salir a buscar su plato de comida, o su trabajo, ya sea porque no tienen una cama en que dormir o una familia o amigos con quien dormirla humanamente. Por eso, puede suceder que nuestro amor a la siesta nos obligue a renunciar a ella. No porque no sea digna de nosotros, sino porque es necesario que todos puedan dormirla, sino hoy, al menos en el descanso eterno que nos espera en el cielo.

 Fundamentos cientificos

martes, 15 de febrero de 2011

Otro error

Esto de andar navegando bibliotecas puede llevarnos, fácilmente, a perder la coherencia. Tantas veces uno puede leer algo y salir a la búsqueda de más sobre eso por el mero afán de saber más sobre un autor, y poco sobre una cosa.

Las bibliotecas son, en efecto, uno de los inventos humanos más propiamente humanos, y, por lo tanto, más atractivos a las mentes que se ilusionan con hacer algo grande. Desde que hubo escritura, el empeño por recopilar textos está asociado a la grandeza de una civilización. Y aunque una y otra vez las bibliotecas desaparezcan (sea por un incendio, sea por… otras causas que no detallaremos), el hombre empezará de nuevo a juntar uno al lado de otro los rollos, papiros o volúmenes que encuentre, a veces fatigosamente, en su camino.

Pero, claro, en este deseo se puede mezclar el ansia de tener todo. Y esto está estrechamente relacionado con el hecho de producir textos por producirlos, como si escribir un libro fuera una gloria y no una responsabilidad. Así, no sería raro que dentro de 500 años (no queremos tomar ejemplos de la actualidad), cuando mucho de lo que conocemos no esté en pie, un estudioso pueda relatar:

“En la reconstrucción del texto cuyas hojas estaban dispersas bajo las ruinas de lo que fue la ciudad de…, pudimos leer, no sin esfuerzo, este pequeño poema, el cual, aparentemente, pertenecería al comienzo del siglo XXI, pródigo en barbaries:

Otro error, y me dije: de nuevo estoy al horno

en tierra extranjera, porque hablo, perplejo

(sin poder expresar eso que quiero y pienso)

una lengua inventada que se llama ‘itañolo’.

“Más allá del abuso del verso alejandrino, y del incipiente uso de la rima, manifestado claramente en el abuso de apenas la coincidencia vocálica, aun relativa, puesto que entre el segundo y tercer verso ni siquiera se realiza plenamente, lo que más nos interesa –y nos parece, sin temor a error, revolucionario– es la utilización de paréntesis.”

En situaciones análogas a la que hemos inventado, podemos escribir inmensidad de textos sobre detalles, curiosos, pero irrelevantes.

No sé si el autor del poema, más que un literato, fue un hombre que anduvo por ahí, perdido, falto de lengua para expresarse, y, por lo tanto, incapaz de un diálogo fluido, suelto, amistoso, plenamente humano. Pero sí sé que la fealdad del poema es mucho más evidente que el uso de paréntesis. O que el dato de ser extranjero es mucho más importante que la presencia de paréntesis. Es más, esta última podría explicarse porque el autor perteneció a una cultura diversa de aquella en la que, bajo las ruinas de una ciudad, quedaron sus papeles.

En fin, navegar por una biblioteca tiene sus riesgos, como toda aventura náutica. Podemos adorar el detalle y olvidarnos del conjunto. Podemos juntar y juntar datos y citas, sin importar lo que dicen. Podemos armar un discurso completo, lleno de referencias a otros, y vacío, absolutamente vacío, de contenido.

El gran dilema, parece ser, acercarse y buscar la verdad de lo dicho. Sé que dije una palabra que suena mal. ‘Verdad’; sí, la dije; y no me arrepiento. Y, dadas como están dadas las cosas, parece ser que el contrario del término ‘verdadero’ ha pasado a ser el de ‘interesante’. De una proposición lo que se espera es que sea verdadera o falsa, no interesante. Pero cuando en un discurso no queremos involucrarnos de lleno, y solamente pretendemos seguir con nuestra vida tranquila sin la pesada carga de disentir, lo calificamos de ‘interesante’. Es la mejor manera de dejar contento al interlocutor, y de volver nosotros a nuestras casas, continuando con nuestra burguesía intelectual, cómoda en el sillón de las pequeñas ideas políticamente correctas.

Porque, en el fondo, leer un libro puede insertarnos en la mente de un autor, conocer sus apreciaciones, pero, ante todo, nos tiene que llevar a pensar lo que él pensó. O sea, si no asumo la tarea de hacer mío eso que leo para pensar sobre las cosas que él pensó (sean las estrellas, el lenguaje, el arte o la termodinámica, o aún la belleza poética) y de valorar eso que dice de verdadero (lo bello lo dejamos para otra ocasión, que ese es otro tema), y eso donde no parece tan real, ¿qué sentido tiene el leer? ¿para qué el esfuerzo de estar allí, delante de un libro? ¿cuál es el objetivo de acopiarlos en bibliotecas?

Las bibliotecas son mares inmensos, dilatados, atractivos –el paraíso, según Borges–, que nos ofrecen la posibilidad de perdernos en ellos, y renunciar a ser hombres para pasar a ser máquinas de citar, o nos invitan a navegarlos, sabiendo que podemos equivocarnos, pero que también podemos ir rastreando, en las olas de sus anaqueles, las huellas de todo lo que bien han dicho los hombres sobre el mundo, sobre sí, sobre Dios, para poder nosotros mismos ser más humanos y, en vez de meramente repetir, razonar.