domingo, 24 de agosto de 2008

La abominable vieja del potrero

Todavía recuerdo con espanto un ser que he detestado durante toda mi niñez y que viene ligado a una de las mayores alegrías que recuerdo: los partidos de fútbol en el potrero y hasta que se haga de noche. Yo fui una de las últimas generaciones de privilegiados que pudimos gozar de esas venerables canchitas donde no había turno ni nada que pagar y donde solo hacía falta conseguir un buen número y ... una pelota. Detalle éste no menor, que implicaba a veces el llamado de algún futbolista de escasa habilidad (pero con pelota). El último requisito era un necesario pacto de honor entre caballeros: Pincha, paga! Salvados estos detalles no había ni poder ni principado que pudiera detenernos.
Miento. Si que nos podían parar. Alguien podía pararnos. Este era un ser siniestro que acechaba detrás de la pared o cerco que delimitaban la cancha: La infaltable vieja que no quería que jugáramos en el potrero porque ¿...? Ninguna razón parece suficiente para tal atropello, pero las consecuencias eran devastadoras. Simplemente parece que detestaban la alegría.
Todo esto hubiera sido tolerable de no ser porque, para completar su desatino, la señora amenazaba con no devolver la pelota si la tirábamos a su casa. Esta crueldad llegaba a veces a extremos inhumanos de los que he sido testigo: algunas veces no les bastaba con interrumpir el juego, ni con quedarse impunemente con la pelota, sino que consumando una tarea que clamaba venganza del cielo culminaba su villanía pinchando la pelota y devolviéndola así. A decir verdad, no se si gozaba y reía en la oscuridad al hacerlo pero el efecto era muy evidente e indiscutible... debíamos suspender el partido. Inútil era que gritáramos, mejor dicho cantáramos, el clásico cantito: Señoooora! El crimen estaba consumado. Si a esto se sumaba la crónica falta de pelota, que hacía necesario el recurso a un tronco insoportable, la situación era insostenible. Cada uno debía marchar cabizbajo a su casa. Debía terminarse el partido.
¿De donde surgía tan abominable ser? y ¿que potestad infernal había dado su beneplácito para encanutar las pelotas que le dejábamos? ¿Quién se creían? ¿por qué disfrutaban con tal acto? Y ¿cómo librarse de tal totalitarismo arbitrario?
La causa de tales actitudes inhumanas no han sido descifradas. Sólo se sabe que no dejaban jugar en paz. Porque si su maligna influencia se hubiera remitido únicamente a su casa (Dios libre a quienes la compartían con ella) vaya y pase, pero el gran problema era que su irracional actitud afectaba también el desarrollo del partido. Durante todo el picado acechaba su sombra, amenazando cada tiro al arco, cada puntín, sobre todo si pateaba algún patadura famoso: ¡que no se caiga en lo de la vieja! Ya no se podía jugar tranquilo porque no se le podía pegar fuerte. De esta manera, lo externo al partido, que no tenía una injerencia directa sobre él, terminaba siendo determinante.
Para solucionar esta encrucijada algunos buscaron una solución. No más viejas que nos limiten caprichosamente. No más límites. ¡Vayamos a la canchita sin vieja alrededor que moleste!
Pero aquí, aunque no hubiera extrañas creaturas, el problema era semejante. No ya por exceso de límites de la cancha como los que arbitrariamente ponía la vieja, sino por la falta total de los mismos. Tampoco había tranquilidad. La pelota seguía yéndose de la cancha, solo que ahora bien lejos o a algún lugar inconveniente. En esta situación un émulo del Mencho Medina Bello podía ser fatal. Si le pegaba mal y fuerte, pum... a la ruta; baldío; charco; zanja; techo inalcanzable, etc. etc.... Acá no había viejas, pero seguía habiendo dificultades. La diferencia es que la molestia no eran ya las imposiciones arbitrarias de la vieja sino la falta de contención. Sin ellas, a rezar para que no se pinche la pelota (y que los autos no pisen al que la va a buscar).
De esta manera, por falta o por exceso de límites el partido quedaba rengo. Siempre estaba la sombra de que la pelota se podía escapar. Por lo tanto, la solución a la falta de libertad no era entonces la libertad sin límites. Esto también coartaba la libertad de jugar. La solución era el alambrado.
El alambrado también era un límite. Pero no como los de la vieja, que no quería que jugáramos al fútbol. El alambrado era un límite que hacía que podamos jugar al fútbol en paz, porque buscaba fortalecer lo que de verdad queríamos, que era jugar al fútbol, impidiendo que la pelota se vaya fuera de donde tenía que estar. El sentido del alambrado entonces era positivo, porque ponía un límite necesario que ahorraba de muchos males infernales.
Sin alambrados el fútbol se desdibuja, porque se deja lo más valioso en pos de una mayor libertad ilusoria y falsa. Quien reniega de los alambrados abandona lo que de verdad quería que es jugar al fútbol; no que nos pinchen la pelota.
...
Algunos piensan que no sólo el fútbol sino también la vida se ve amenazada por las viejas. Es decir, creen que es mejor un partido sin límites, porque afirman que nada debe entorpecer la libertad. Por eso afirman la prohibición de toda prohibición y creen que eliminando las viejas eliminan todo obstáculo que perturba los partidos.
El problema es que con las viejas, negaron los alambrados y al hacerlo el gran derrotado fue el fútbol. Ya no existen partidos felices. Todos están amenazados, o por las viejas que en realidad no desaparecieron, o por los autos de la ruta. Aborrecidos los alambrados, no fueron reemplazados por nada, y la consecuencia fue que debemos ir a buscar la pelota siempre lejos, y que cuando no la tenemos que ir a buscarla tenemos miedo. Miedo de patear alto. No sea que la pelota se vaya o, peor aun, la agarre una vieja escondida. Así en vez de una mayor libertad solo queda el miedo. Que el equipo se arregle.
El problema es quien no patea no hace goles. Sin alambrados, ya no hay lugar para equivocarse y un error puede ser fatal. Afirmar la negación de los alambrados es renunciar al riesgo de hacer goles, y quien no hace ni busca hacer goles, solo le importa defenderse. Así, los que niegan los límites renuncian arbitrariamente a la búsqueda de la verdad y al bien moral para evitar la posibilidad de descubrir que en realidad existe algo o alguien superior a nosotros que deba ser criterio de mi obrar. Es decir, se comete la torpeza de renunciar al bien moral para que no haya mal, cuando el mal solo puede existir cuando hay bien, ya que no es más que su privación. Pero al hacer esto ya no hay nada que elegir. Ya no importa si la pelota entra o no en el arco, ahora lo que importa es que haga lo que YO quiera. Es decir, lo importante deja de ser el disfrutar de los goles, para pasar a ser el gozar de lo que arbitrariamente he elegido (que ya no puede ser bueno ni malo porque lo he negado para evitar las prohibiciones). No importa que mi equipo gane sino que YO me divierta. As{i, la funesta consecuencia es invitable: Nadie quiere jugar en equipo ya que cada uno juega para sí mismo y para la tribuna. “Si no hay más goles que hacer por lo menos que me aplauda la tribuna...”
Pero como todos sabemos en el fútbol, mientras no se hagan goles lo mismo da hacer caños que no tocar la pelota. Sin goles nada tiene sentido. Por eso quienes niegan la posibilidad de alcanzar el arco para negar la posibilidad de que exista algún límite, abandonan con ello la posibilidad de conocer la grandeza del hombre. Al no querer reconocer que la pelota además de caer en lo de la vieja podía caer en la red, renunciaron a patear y ahora esto es un embole. Mejor irse a casa.
Ya no hay viejas, pero tampoco hay goles: O a O. No hay límites, pero tampoco hay alegría verdadera, todo da lo mismo.
Así llegamos a la última y más profunda consecuencia: si los partidos no van a tener goles y son un aburrimiento, mejor quedarse mirando televisión. En definitiva, la negación de los límites lleva a la negación de lo que era de verdad necesario, ya que ahora a nadie le interesa el fútbol. Así la presunta afirmación de la diversión y la alegría sin límite termina con el mayor de los emboles.
Y esto es lógico que sea así, porque quien niega los límites, aun los racionales, pierde todo delimitación de lo que en realidad vale, quedando librado a su suerte y a su puntería. Y si todo vale lo mismo ya nada tiene sentido. Lo realmente grande, que requiere esfuerzo y gran preparación ya no le interesa a nadie. Si no hay parámetros, finamente sopesados por la experiencia de los hombres sabios y prudentes, con los cuales juzgar lo que realmente vale la pena entonces todos nos tiramos a chanta. Y así paradójicamente se vuelve al principio: Quien comenzó negando los límites razonablemente afirmados por la tradición de los grandes hombres termina quedando a merced de las viejas y de los charcos. O peor aún: queda librado a sí mismo.
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Algunos piensan que Dios es como las viejas de los potreros, que odia toda verdadera alegría y que por eso ha dado a los hombres todo tipo de prohibiciones insoportables. Piensan que no quiere que los hombres disfruten de la vida y que por eso reprime todo lo bueno que hay en ella. Piensan, en fin, que es mejor vivir sin Dios para no caer en manos de las viejas que no devuelven la pelota.
Pero se equivocan porque la verdad es que Dios quiere que juguemos al fútbol. Por eso, a veces, pone alambrados. Es decir, Dios quiere que no nos perdamos en cosas superfluas que terminan aburriendo y haciendo la vida insípida sino que disfrutemos de las cosas importantes, porque pocas cosas, más bien sólo una, es necesaria. Pero son pocos los que la encuentran.
Y porque son pocos, es necesario que haya límites. Estos son necesarios para aprovechar mejor lo bueno de la vida y para reconocer lo que la acecha, porque los alambrados hay que saber donde y como ponerlos. Por eso, para no equivocarse, es mejor dejar a Dios, que es el dueño de la canchita.
Dios quiere que juguemos al fútbol.
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Cuando era chico creía que el paraíso era un eterno partido de fútbol... Todavía lo creo, solo que ahora creo que también hay otras cosas más. De lo que estoy seguro es que en el cielo hay potreros en los que Jesús, hace goles de media chilena todos los días. Los partidos no terminan como acá con la noche, porque allá no oscurece (cf. Apoc. 22, 5), allá terminan cuando Mamá llama: “¡a tomar la leche!”.
La diferencia es que en el cielo los alambrados no van a hacer falta. Jesús no patea a la tribuna.