martes, 30 de septiembre de 2008

Hace algún tiempo atrás, en alguna “vigilia lucífera”, algo tocados por los narcóticos ingeridos en el almuerzo y otro tanto por las propias capacidades divagantes, se nos ocurrió fundar algo así como un club de aquellos que, según nuestro imaginario, gustaría frecuentar Chesterton. La inspiración, me aventuro a concluir, tiene su fuente remota en un absurdo viaje de Tandil a La Plata, de esos que sólo pueden idear las malévolas intenciones de los dueños de la empresa “Río Paraná”. Estimado amigo, si aún no te has aventurado a semejante periplo, te recomiendo que antes de pasar el umbral del ómnibus te aprovisiones de abundante líquido, alimento, y mucho con qué entretenerte; pues sabes cuándo comienzas, mas no cuándo terminarás. Fue en aquel viaje que, aburridos del monótono paisaje pampeano, hartos del calor y sin nada más interesante que comentar, nos pusimos a leer un viejo volumen de las obras completas de nuestro querido camarada anglosajón. Caímos en la colección de breves narraciones ocurrentes que certeramente intituló como Enormes minucias. La agudeza, perspicacia y vivo humor nos deleitaron el suficiente tiempo como para alcanzar el sueño tan deseado y, de este modo, rendirnos en los brazos de Morfeo hasta alcanzar nuestro anhelado argento destino.
Pero volvamos a la benemérita siesta de fundación. En esa ocasión, a gusto por la buena conversación y la grata camaradería, se nos ocurrió que estas espontáneas reuniones podrían continuarse a futuro, más o menos organizadamente, a modo de club literario o algo por el estilo. Me parece que la intensión de entonces era que fuera un espacio adecuado para reunirnos como viejos amigos a compartir breves narraciones sobre ocurrencias varias, mechadas de agudos pensamientos (o no tanto) y siempre ornadas por el buen humor. De aquella proto-asamblea no pudimos concluir más que la somera intensión de continuar con el proyecto, empero cayó en saco roto la denominación del dichoso club, cuestión que no es menor pues ponerle nombre a las cosas es, en cierto modo, identificar su esencia.
Hoy pretendemos dar por comenzada esta empresa de poetas, filósofos y teólogos de cafetín o, mejor dicho, esta asociación que nos es otra cosa que construir un lugar de resistencia ante la constante alienación del intelecto y del humor; y lo hacemos con alguna de aquellas consignas que nos habíamos propuesto: compartir reflexiones, algún tentempié con mate, y un grande ánimo de participar en la entrañable experiencia de divagar sin rumbo predeterminado pero con mucho atino.
De este modo, dejo a la disposición de ustedes mi primera participación en este espacio.

La heroicidad del anti-héroe.

Los cuentos sobre personajes impopulares son un lugar común y gastado por la industria hollywoodense. Sin embargo, aunque algo pueda ser muy frecuentado, en virtud de negligencias, necedades o del exceso de uso, pueden obviarse algunos aspectos importantes y hasta merecedores de un tratado. Al respecto, considero que las historietas que con exagerada pretensión quieren hacer justicia a los anti-héroes sociales, cometen un mayor mal al no dar en la tecla de la cuestión. Quizás uno de los pocos que ha hecho equidad en el asunto haya sido Miguel de Cervantes con su ingenioso hidalgo de la Mancha. Mas en su caso no sólo se aborda el tema de un anti-héroe, sino que lo supera en un complejo entramado de temas plausible de múltiples lecturas. En fin, lo que no se advierte en nuestro asunto es la verdadera probidad del torpe, del anti-héroe. Quisiera, por esto, contarles algo que sucedió hace mucho tiempo, y, al decir mucho tiempo, digo a su vez, mucho mito, pues lo que voy a narrar lo narraré tal cual ha quedado estampado en mi memoria. Dudo que los eventos se hayan sucedido de este modo, pues el hecho de ser el protagonista me quita toda objetividad. No obstante, habrán de conformarse con mi testimonio que, al fin de cuentas, es suficiente para la substancia del relato.
Cuando aún tenía doce años, y me resistía a abandonar el mundo de las infantiles fantasías y de los amigables libros de literatura, comencé a cursar el primer año de la secundaria. Aquel mundo, aunque promisorio, significaba un nuevo comienzo en muchos aspectos. Para mi pueril experiencia todo era novedoso, desde el edificio y las materias hasta los profesores y compañeros. Ciertamente no llegaba de una enseñanza de popularidad y costumbres socialmente exitosas, sobre todo si tenemos en cuenta que provengo de un hogar que se aprecia más el arte que el lujo, más el cine europeo que la industria cinematográfica en serie; más las conversaciones altruistas que de los espontáneos certámenes de chistes soeces. A todo esto hemos de agregarle lo que viene de cuota personal: mi innata torpeza, timidez y propensión por lo anacrónico. Con este semblanteo, como diría un profesor, paso al relato.
Era una mañana de marzo de 1990. Recuerdo que estábamos cursando biología y una “boteresca” profesora nos explicaba las diferencias entre las células procarióticas y eucarióticas. Aunque ya no retengo cuál de ellas era la animal y cuál la vegetal, o si yo tenía que ver con ambas a la vez, estos nombres han quedado esculpidos en mi conciencia a prueba de tiempo a causa de los eventos que pronto referiré. Mientras discurría la insufrible explicación, entonces, la agraciada compañera que se sentaba detrás comenzó a cosquillearme en la cintura. Semejante estímulo, con el valor agregado que lo provocaba una moza de notable belleza, empezó a producirme, casi instantáneamente, el efecto esperado: movimientos convulsivos de la boca y otras partes del rostro y del cuerpo, acompañado de un estentóreo y repetitivo sonido. Para evitar la alharaca de la risa y el antipático llamado de atención intenté, sobrehumanamente, recomponer mi natural compostura. Pero olvidando que cuento con la desdicha de los anti-héroes, he aquí mi desgracia, en vez del estrepitoso sonido de mi garganta, otro sonido emití con mayor estruendo y para mayor asombro y risa del gentío. Mi tarea había consistido en controlar los espasmos que me produjera la risa evitando el irrefrenable movimiento del diafragma y del abdomen; más la descomunal fuerza ejercida, a conciencia, sobre el abdomen produjo que todo terminara en una briosa flatulencia…
La caricaturesca profesora, dirigiéndose al auditorio, inquirió insistentemente con aires de dictatoriales sobre el causante de tamaña ascosidad. A la sazón, conciente de cada uno de los puntos cardinales de mi ruborizado rostro, con gran intrepidez, poniéndome de pie y alzando la mano dije: “Fui yo”.
Concedo que el hecho relatado, y otros semejantes que puedan ocurrírseles a ustedes, en lo substancial no adjudican ni buena fama, ni estima, ni admiración; no obstante implican un gran esfuerzo y valor para arremeter el mal inminente… Los anti-héroes, que por ser tales cometen acciones poco cómodas y escasamente aprobadas por el común denominador, son, en cierto modo, heroicos, pues su anagnórisis comporta un acto virtuoso digno de un héroe. Alguien podría objetar que lo heroico implica una cierta ejemplaridad, y ni la torpeza, ni el ridículo, ni el deslucido temple de los personajes que aquí tratamos llaman, en sí mismo, a la ejemplaridad. Con todo, estos anti-héroes pueden dejar una enseñanza ejemplarísima. Cuando uno se conduce constantemente por la vía de las conductas socialmente exitosas (adviértase que no hablo de acciones socialmente correctas) es probable que se cree el hábito de proyectar una imagen de sí que no sea la propia. En otras palabras, de alienarse en virtud de una constante referencialidad a los cánones del éxito social. En cambio, por su contextura, al anti-héroe no le que queda otra cosa que superar esa rebeldía de no querer ser uno mismo, esa sensación de que ya no vale la pena ser uno mismo, pues no puede escapar de sí mismo, su ser se impone y no lo pueden ocultar. De este modo, contra viento y marea, predica al mundo que el acto de ser uno mismo es un acto de ascetismo fundamental, es aceptar los límites constitutivos del ser personal, y consentir con el tesoro profundo. Al aceptar este tesoro se pone en la senda de encontrarse con Aquél que, sin ser él, es más íntimo a él mismo porque es su Creador. Y, en Él, todo vuelve a tener sentido, hasta la risible trivialidad de ser un anti-héroe según los cánones sociales.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Macanudo por Liniers


21 de agosto de 2008

martes, 2 de septiembre de 2008

Mi enchastre de migas

Cada mañana, podría decirse que cumplo un rito, el cual consiste en cargar mi taza con tres cucharadas y media de azúcar (media, ni más ni menos), llenarla un 90 % de leche (aquí si hay flexibilidad, puede variar entre 70 y 90 %), para luego colmarlo con café. El revolver puede demorarse hasta terminado el primer o segundo pan con manteca. Luego sí, paso a revolverlo para tomarlo un poco menos caliente. Pero no es esta parte del rito la que quiero destacar, sino la otra parte que apenas mencioné. Es el pan lo que me compete hoy. Por comenzar, su elección no es nada fácil, pues debe ser lo más blanco posible. Consumada la elección, paso a partirlo, primero de la baguette y luego el pan en sí, desparramando y derrochando migas por doquier, con el perdón de mis compañeros comensales. Aunque cada uno está tan compenetrado en cumplimentar su rito, que pocas veces nota, gracias a Dios, el enchastre que hago en este paso del mío. Luego de untar con manteca, comienza propiamente el desayuno. El cual trascurre lo que tarde el último comensal en desayunar, en el peor de los casos. Porque en el mejor de los casos, el desayuno demora lo que dure la entretenida pero poco despierta charla que se desarrolle en este. Los temas usuales son: el partido de ayer, el clima de hoy, el partido de hoy, el clima de mañana y lo rico o feo que está el café, la leche o el pan del día de hoy, aunque éste generalmente es de ayer. Nada despierto porque obviamente estamos recién levantados, por lo cual no pidamos demasiadas ideas luminarias a esta hora del día. A veces alguno nos despabila con algún tema puntual, como puede ser las reglas ortográficas y el “de que”, la importancia del café para las horas primeras del día y argumentos afines. Casi nunca falta el aguafiestas que habla de las clases del día, de los exámenes próximos y temas similares.
A pesar de todo esto, hay veces, contadas con los dedos de los pies, que algún intelectual (o no), propone un tema de conversación robado de alguna otra hora del día. Todavía recuerdo una discusión acerca de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y su encarnación, en la que el dulce y la azucarera fueron parte de la explicación gráfica de su vida terrenal.

Una mañana de silencio, por “iluminación divina” ya que de otra manera no hubiera sido posible, tuve una idea un poco (simplemente un poco) más vespertina que matutina. Pero como era día de silencio, sólo la pude compartir conmigo mismo.
Como decía, al terminar de desayunar cada uno carga con su taza y algún trasto más hacia la cocina, dejando al último comensal el oficio de sacudir el mantel en el parque, porque como he dicho anteriormente, cada uno arma un enchastre de migas a su alrededor. Esto es lo que motivó mi idea. Pues, así como Dios provee de alimento a los pájaros del campo, utilizándonos a nosotros y a nuestro enchastre de migas como instrumento y refrigerio respectivamente, Él cuida de nosotros. Incluso, innumerables veces lo hace sin que nosotros mismos nos demos cuenta. Si yo puedo recordar algunas de las veces que fue providente conmigo mismo o con otros, no debe entrar en mi cabeza (y eso que es grande) la cantidad de veces que no tome nota de su Divina Providencia.
Es así como deambulamos, sin darnos cuenta que es Él quien nos va guiando y proporcionándonos todo aquello necesario para nuestra vida y para nuestra santificación. Pues como todo padre que cuida de sus hijos, Él vela por nosotros. Dios es Padre. Dios es bueno. Bueno es todo lo que Él hace. Esto debe iluminarnos también ante los males. Pues, si aceptamos de Dios lo bueno, ¿no aceptaremos también lo malo?
En mi caso, espero cada día poder hacer más enchastre, para que, mediante las migas de pan, pueda ser instrumento del Padre providente, y no sólo proveer a los pájaros de alimento sino también a los hombres de alimento espiritual. Y algún día, si mi Padre lo dispone, también poder partir el Pan pero para darlo a los demás.