sábado, 27 de diciembre de 2008

¡¡¡Santas tabletas asesinas, Batman!!!

Esto ocurrió una noche de verano. Recuerdo que hacía calor, pero no tanto como para perturbar mi sueño. Había sido una jornada agotadora en la que la cama se presentaba como un placer digno de un Dios del Olimpo. Uno de esos pequeños placeres que a menudo se nos presentan en la vida y que, en el fondo, son los que tejen la trama más importante porque los grandes placeres sólo ocurren pocas veces. Y la verdad que mejor que sea así: Un gran placer repetido es uno común y corriente, por más exquisito que sea.
Con esta disposición, y esta esperanza, me puse el pijama (un short para ser exactos), me cepille los dientes, rece el oficio y me entregué confiado en los brazos de Morfeo. Pero parece que había salido de compras... porque no lo encontré.
En vez suyo me encontré con un personaje bastante menos simpático. No bien apague la luz y suspiré por la gracia de poder disfrutar de una cama, comenzó la tortura. Primero fue algo así como una premonición, casi imperceptible, por lo que todavía dude de su existencia. Con el correr de los minutos la sospecha se fue tornando en certeza, acompañada por un zumbido cada vez más claro y fulminante. Pasado un momento más, la duda se despejó totalmente: había un mosquito en la pieza y volaba por el aire acechando el momento para picar. Yo no sé que es lo que molesta más, si su zumbido y su pequeño ruido o la amenaza de la picadura que se avecina. Lo que es seguro es que el alma pierde toda paz. Y habiendo el alma perdido toda paz ya no se puede dormir tranquilo: ¿cuándo dará su zarpazo? ¿Cómo acabar con él? A esta desesperada situación se le agregan algunos pequeños detalles que hacen la cosa más trágica. Ya detectado el enemigo, debe comenzar el contraataque. Primero se emplea una defensa conservadora, en la que se espera al agresor y se lo intenta eliminar con golpes de puño. El producto de tal acción es calamitoso: algunos principios de moretón en la cara y una aplastante derrota (nunca escuché que alguien tuviera éxito en esta etapa, pero a pesar de su evidente estupidez, tengo fundamentos para creer que nadie la saltea). Mientras tanto, en vuelo triunfal, nuestro enemigo parece gozar de la situación. La segunda táctica ya implica una mayor actividad y por lo tanto un mayor despliegue: el insignificante bichito consigue despertarnos del todo, que prendamos la luz y que, finalmente, nos levantemos en su búsqueda. Llegados a este estado la situación, que ya era límite, se hace insostenible y nuestra rabia incontenible. Comienzan los insultos y el malhumor. La táctica a seguir depende entonces de varios factores: si estamos solos, de si se puede hacer ruido, de si disponemos de algún elemento contundente, etc. La que yo suelo usar consiste en arrojar almohadonazos que intentan alcanzar al sujeto picador en pleno vuelo, o mejor, mientras descansa de sus andadas en alguna pared. El resultado depende de nuestra puntería. Pero el éxito es exiguo.
Si esta etapa falla, lo que antes eran insultos, pasan a ser maldiciones y lo que antes era simple malhumor se transforma en la sutil tentación de la duda existencial: ¿cómo puede ser que Dios, siendo bueno haya creado seres tan inútiles y perversos? ¿Qué fin perseguía al darles la existencia? ¿Acaso no son una forma de reírse de nosotros? ¿Puede tener origen en un Dios bueno bicho tan abyecto? ¿O será que Dios, que no es todopoderoso, no ha podido evitarlos? Como sea. El mosquito seguía allí. Y yo seguía sin dormir. Pero dado que Dios no tienta a nadie por encima de sus fuerzas quiso que yo no caiga víctima de tan funestos pensamientos y me inspiró una idea genial. Genial no por lo novedoso sino justamente por lo corriente y común, ya que no era algo nuevo sino más bien lo primero en lo que debía haber pensado en aquella ocasión. Es una ley general de la vida que las grandes soluciones vienen de las ideas más antiguas, a las cuales tenemos que poner a tono con la situación actual. Si a veces olvidamos esto es, sobretodo, porque creemos que las ideas antiguas por ser tales son totalmente conocidas y que por lo tanto ya nada nuevo tiene para darnos. Así sucede a muchas personas con el Evangelio y así me sucedía a mí con las pastillas matamosquitos.
¡¡Las pastillas matamosquitos!! ¡Vaya antigua solución! ¡Las tenía delante de las narices y yo no me daba cuenta! ¡Que alegría volver a ver la esperanza de descansar de una vez! Confieso que la inercia hizo que tardara en levantarme y que prolongara un poco más la agonía de mi sueño. Pero una vez que me di cuenta que la situación no podía ser solucionada de otra forma, junte fuerzas y me levanté. Busqué el enchufe, pusé la pastilla y me acosté de vuelta. ¡Ahh! Ahora sí que podía dormir. La victoria era mía. Ya no importaba si el mosquito seguía surcando por los aires porque sabía que ya no le quedaba mucho tiempo. Pero sobre todo porque ahora tenía la esperanza de que la situación volvería a la normalidad. A decir verdad, todavía no había desaparecido el problema, todavía seguía zumbando y haciendo ruido, todavía podía picarme alguna vez más, pero lo que cambiaba la situación era que el problema estaba cortado en su raíz y yo podía tener la certeza de que la victoria era mía. Tan contento quedé de esta humilde y callada (pero aplastante) victoria que me hizo recordar otra, que tampoco hace desaparecer de nuestra vista todos los males pero que los corta en su raíz. Hace 2000 años un hombre como nosotros, que también sufrió las picaduras de mosquitos, murió para traer a los hombres la victoria, y no sólo contra los mosquitos sino también contra todo bicho funesto. ¡No!, no creó las tabletas matamosquitos, pero trajo algo mucho mejor, que no sólo nos deja dormir en paz sino que, lo que es mucho más importante, nos da la esperanza para despertarnos cada día.
Así como ocurre con las pastillas la victoria de Jesús, no hace desaparecer los problemas; no hace que los niños dejen de sufrir y ser explotados; no hace que la guerra deje de existir; no hace que el mal desaparezca por completo. Pero al darnos la confianza en Aquél que ha asumido todos los males y los ha vencido clavándolos consigo en la Cruz, y dándonos la posibilidad de participar con él en su Victoria final, nos ha dado la esperanza de que todos los problemas del mundo que no alcanzamos a comprender tendrán su solución final. Si vivimos de la fe, los problemas no habrán desaparecido, pero su raíz habrá sido extirpada, y extirpada ésta podemos vivir en paz. Y estando en paz podemos dormir tranquilos.

martes, 16 de diciembre de 2008

LA SONRISA DE ESA CHICA

Normalmente, estoy más despierto a la noche, en el sentido metafórico. Soy, en este sentido, nocturno. No se por qué, pero puedo aprovechar mejor las horas de la oscuridad. Puede ser por el silencio, la luz artificial, no hay nadie que interrumpa o moleste (como quiera uno llamarlo): no logro dar con la respuesta. Pero el caso es que a pesar de ello, es a la mañana donde estoy más abierto a descubrir esas pequeñas cosas que no notaríamos si no nos detuviéramos a analizarlas. Esta pequeña historia también sucedió a la mañana.

Hace ya largo tiempo, en mis años de facultad en la gran ciudad, todos los días iba en subte hacia la universidad, más bien diría que iba en un tren de ganado. Porque era tanta la gente, que parecíamos vacas más que personas. Esos días, cuando no estaba dormido, me gustaba mirar a las caras e imaginarme la historia que habría detrás de cada uno de ellos. Estaba quien sólo escuchaba música, quien leía el diario, quien leía el diario de reojo del compañero, aquel que dormía, aquel que leía un libro. Podía imaginarme mil historias: éste de traje se está preparando para una entrevista en la cual puede conseguir el trabajo que más desea en la vida; aquel que está leyendo “La metamorfosis” es un estudiante de letras que detesta Kafka, pero que tiene que leerlo para un examen, por lo cual está luchando para poder continuar la lectura, y miles de historias más. Cada día era un sinfín de historias detrás del sinfín de gente que viajaba.

Pero lo que unía este ganado, digo esta gran masa de gente, en general, era el estado de ánimo: el mal humor por la situación era generalizado. Vuelvo a describir la situación: mucha gente apiñada, mucho calor, mucha humedad, muy temprano, etc. Generalmente no era de sumarme a ese estado de sentimiento de mal humor, pero confieso que alguna que otra vez sí tenía esta típica cara que todo lo denota.

Este breve relato se desarrollaba en uno de esos días. No recuerdo bien el porqué, la causa, pero no era yo un duende que derrochaba alegría por doquier, sino más bien un enano gruñón. Puede ser por haber disputado con una vaca, digo con una señora (no lo digo por la magnitud de su extensión corpórea sino por su camisa blanca con manchas negras), por un lugar en el tercer subte que llegó a la estación -preferí dejar pasar los otros dos-; no estaba saltando en una pata de alegría. Con esa cara y todo, al salir de la estación, me cruce con una chica que llevaba una sonrisa de oreja a oreja. No se cual sería la historia detrás de esa sonrisa, pero eso me cambió el día.

El hecho de estar sonriendo era algo totalmente distinto a lo que estaba viviendo. Automáticamente mi rostro se transfiguró y se me dibujó una sonrisa. No era tan efusiva como la suya, pero digamos que era una sonrisa simpática. Ello me cambió el día.

Las clases me parecieron fascinantes, la comida del buffet me pareció el plato del cheff de un restaurante francés, en la vuelta a casa no encontré tanta gente en el subte, etc., etc., etc. La sonrisa de esa chica me cambió el día.

Porque me transmitió esa alegría que llevaba. Porque así como el bien es difusivo de sí, también lo es la alegría. ¿Acaso no queremos compartir con otros esa alegría que nos llena el corazón? El hincha de fútbol, ¿no desea comentar y festejar la victoria de su equipo con sus amigos? El alumno que aprobó con éxito un examen de psicología, ¿no quiere hacer partícipes de ello a sus compañeros? Quien goza de la alegría de haberse encontrado con Dios, ¿no busca compartirla con otros y que ellos también encuentren la eterna alegría? Con sólo una pizca de algo distinto a nuestra continua realidad, se nos puede cambiar el día, y porque no también la vida.

Me viene a la mente un comercial de una compañía de teléfonos, donde se ve como se va transmitiendo de persona a persona un bostezo, para llegarle de nuevo a la persona que había bostezado primero. El slogan, si no me confundo, era “Comunicate. Es fácil”. ¿Por que no intentar transmitir una sonrisa? Sonreí. Es fácil. Quien sabe, en una de esas al final de la vida, te vuelva a vos.

domingo, 14 de diciembre de 2008

EL ENIGMA DE LAS MAESTRAS.

Hay entre los temas que las maestras han encomendado a sus alumnos uno que ha hecho historia y que plantea un no menor interrogante y un profundo enigma. Es un tema que posiblemente ha ganado notoriedad por la dificultad que presenta y porque requiere una gran capacidad de reflexión para sacarle algo atractivo que decir. Este tema famoso es la vaca.
¿A quién se le ocurre tema tan trillado y obtuso? y ¿Por qué inducirnos a escribir sobre algo que no le interesa a nadie? ¿Qué corno se puede decir de la vaca que sea digno de mención? Porque la vaca es quizá el más aburrido de los animales. Uno puede pensar una gran historia sobre un temible tigre de la selva que devora a sus presas, pero ¿quién se imagina a una vaca agazapada esperando el momento de atrapar a su indefensa víctima? También podemos encontrar algún simpático mono que usa ramitas como herramientas pero ¿quién puede imaginar algo así de una insulsa vaca que no hace más que mugir y comer pasto? A decir verdad, quizá podrían encontrarse algunos animales tan torpes y tontos como ella, pero ¿qué además sean tan rústicos? Difícil. No es casualidad que no haya números de circo que las tengan de protagonista ni películas en su honor: ¿quién pagaría por ver a una vaca? ¿A quién convocaría un gran cartel que diga: “Hoy gran número: la vaca suicida”? No, los circos no tienen vacas y nadie ha escrito jamás novelas sobre vacas detectives, ni nadie las ha incluido en un cuento sobre la realeza del mundo animal. ¿Quién arriesgaría un peso por semejante cosa? Nadie. Nadie tomaría en serio una historia sobre una vaca gloriosa. Tal cosa sólo puede mover a risa.
Sí, la vaca es un tema bastante enmarañado. Quizá por eso fuera que las maestras gustaran tanto de él. Quizá gustaban de ver cómo se las arreglaban los pobres alumnos para poder salir de los lugares archi-comunes como que “come pasto”, “es blanca y negra”, “vive en el campo”...
Pero tal hipótesis no me parece convincente. Me resulta difícil de creer que todas las maestras de todas las épocas convinieran en algo tan vil. Creo que el tema es más profundo. Verdad es que no creo que haya nadie sobre la faz de la tierra que no recuerde alguna horrible maestra que lo haya atormentado. Pero también creo que no hay nadie que se atreva a negar que haya tenido alguna digna de un monumento. Decía que creo que el tema es más profundo. Voy a explicar porqué me parece así. Quizá sea la solución a nuestro enigma.
Hay algo en la vaca que es digno de ser tratado. Es un aspecto que jamás encontraremos como título de un best-seller pero que reviste una importancia fundamental. Y es un aspecto que requiere afinar un poco la mirada y contemplar a la vaca en su somnífera quietud. Requiere contemplar la vaca como vaca y no deformarla para que sea un gran monstruo o un pseudo hombre. Es decir, requiere aceptar las reses como son y no imaginarlas como seres fantásticos que satisfacen nuestra curiosidad. La vaca es una vaca. Y sí, es bastante poco llamativo e insípido.
La vaca es una vaca: pocos animales hay tan aburridos, muy pocos tan importantes. Este animal aburrido y simplón que no nos llama la atención y que no sale en los diarios ni es tapa de revistas es, sin embargo, una de las grandes columnas sobre las que se apoya nuestra vida. Toda nuestra vida cotidiana está tejida en gran parte por este animal tan soporífero. Si en vez de querer buscar lo que llene nuestra curiosidad y satisfaga nuestro sentidos, nos dedicáramos a ver las cosas como son, la vaca se nos mostraría como un animal admirable. Ella es la que nos proporciona gran parte de nuestra alimentación y de nuestra vestimenta. Ella es quien nos brinda su cuero con el que podemos vestirnos o divertirnos entre amigos; quien nos da su carne con la cual comer; su leche, de la cual dulce de leche,...etc., etc. Y todo ello sin llamar la atención, sin grandes propagandas ni discursos, sin grandes planes, solo mugiendo y comiendo pasto.
Reflexionar sobre la vaca nos ayuda a darnos cuenta que no hace falta sobresalir para ser importante, nos enseña que la grandeza de algo o alguien no reside en su capacidad de acaparar la atención o en ser aceptado por muchos. La sosa simpleza de este noble animal, nos habla de que la importancia de las cosas tiene un fundamento más profundo y por ello mucho más oculto a las miradas superficiales. Nos dice que las cosas importantes no necesitan propaganda, porque a ellas, para ser relevantes, les basta con lo que son y por eso no necesitan el maquillaje de la publicidad. Es decir, a las cosas realmente importantes les basta con cumplir humildemente su misión sin barnices agregados. Por eso las vacas son humildes. No salen en las tapas de los diarios, no les interesan en absoluto. Las dejan para los animales que las necesitan. Porque ellas son lo que otros solo pueden aparentar.
De esta manera, quien contempla la vaca, si aguanta el tedio inicial, termina por alcanzar un gran botín. Aprende a centrar la vista en las importantes pequeñas bagatelas de la vida y a juzgar las cosas no por su espectacularidad sino por su trascendencia real. La vaca enseña que lo más valioso de todo no es lo extraordinario que sólo encontramos en los museos, sino aquellas enormes minucias ordinarias de las que está tejida nuestra simple y austera vida real. Y que, por eso, no hace falta buscar deslumbrarse con falsas imaginaciones para alegrar nuestra vida, sino que basta para ello con contemplar la maravillosa realidad que no necesita publicidad y que, sin embargo muchas veces pasa delante nuestro sin afectarnos en absoluto. Nos enseña que “es mucho mejor vaca en mano que cien monstruos marinos volando”.
Quizá esta sea la razón por la que nuestras maestras nos hacían escribir sobre las vacas. Quizá esto es lo que querían inculcarnos. Si así era, creo que no se equivocaban.