miércoles, 12 de noviembre de 2008

LOS OJOS DE LA VACA

Mis padres viven en un pequeño pueblo en medio de la infinita llanura. Un pueblo, como sabemos, es un lugar tranquilo visto desde afuera, pero cuando uno va recorriendo la trama cotidiana, la médula íntima de la vida del lugar, más se siente como si estuviera encerrado en un navío de poco tonelaje, acompañado por una tripulación intrigante, rodeado de un amplio mar, infranqueable barrera, de aguas tranquilas, pero profundas. Así es un pueblo: todos nos conocemos demasiado y, aunque quisiéramos, no podríamos irnos sin atravesar la verde pampa, que no cansa porque sea difícil de transitar, sino que agota el solo pensar en tan larga travesía.
Sin embargo, la misma ocasión para desanimarse puede convertirse en la posibilidad de descubrir un mundo nuevo, por qué no, más cierto que las intrincadas relaciones humanas que componen a la volátil aldea. Sin duda, un paseo por el campo puede mostrar más realidad que la vida de la vecina; no porque la vecina nos deje de espiar, sino porque nosotros podemos dejar de vivir pendientes de que la vecina nos espíe.
Puedo contar que, años atrás, gustaba sacar a pasear a mi perra por las chacras, cerca del pueblo. Eran expediciones breves, bastante polvorientas, rutinarias también: no hay tantos caminos cuando no se pueden sortear los alambrados. El animal corría por delante y por detrás, saltaba, se revolcaba en la basura que encontraba (lo cual incluía bañarla antes de entrar a casa) y me dejaba ver las puestas de sol más fantásticas del planeta, los árboles más solitarios de la tierra y los arroyos más calmos de todo el orbe.
Pero aún en esa soledad llena de cosas verdaderas no estaba solo. La perra me acompañaba, sí. Mas varios pares de ojos me observaban imperturbables; avanzaban si yo avanzaba, se frenaban si yo frenaba. Sólo se distraían para asegurarse que con su lengua atrapaban el sustento verde que las pampas les ofrecían.
Ahí estaban las vacas. ¡Oh, animales impertérritos! ¡Oh, profundas miradas! ¿Qué divisabais en mí que tanto os sorprendía? ¿Qué abismos recorríais al atravesarme con vuestras negras pupilas? Ahí estabais, ¡oh, vacas!, antes que yo llegara y después que me fuera, allí seguiríais…
La perra solía ladrar un poco, pero la certeza del alambrado hacía que los bovinos no se movieran. Protegidas del otro lado continuaban siempre mirando, no como la vecina, porque a las vacas no les importaba ser vistas mirando. Alrededor de ellas, en las benévolas pampas, se ha construido toda una cultura, de la cual son punto central ellas mismas. De hecho, poblaron estas tierras antes que los blancos. No es un dato menor que, allí donde el español hubo de huir, el animal pudo prosperar, de manera que cuando el europeo volvió, encontró ganado a montones.
Todo un modo de vida se extendió por la llanura después del regreso del blanco. Hubo hombres, solitarios, que salieron a trabajar con las vacas, y a tratar con el indio. A veces en paz, a veces en guerra, la generación gauchesca fue cimentándose sobre la fertilidad del impávido animal. El retrato común que tenemos del gaucho es un poco del Martín Fierro, otro poco de los cantores populares: fue un hombre explotado por el patrón (que acabó siendo el dueño de las vacas), duro, de pocas palabras; un melancólico hundido en el bajo y rectilíneo horizonte. Generación casi extinta (algún gaucho de verdad queda en el campo), fue reemplazado por el inmigrante italiano, vasco, a veces también francés, en el trabajo de la tierra. Pero aquí ya no era lo mismo. La fuerza de la familia era totalmente distinta, y el trabajo de la tierra, y la crianza de los animales, competía a toda la sociedad doméstica. Viajar al pueblo, ¡toda una aventura! Dos veces al año, en tren, y la señora era tratada como una reina en los almacenes, porque compraba género para la ropa de toda la familia… Pero todo esto también es pasado.
Hoy es mejor decir que, encerrados en una pantalla plana, hemos perdido la tercera dimensión, o sea la profundidad. Mirar los ojos del benemérito animal quizás podrían hacernos pensar en las grandes proezas cotidianas, como es la disposición a obrar cosas verdaderas, concretas y, a la vez, eternas. Concretas por ser obras humanas, no fantasías sin fundamento; eternas por ser reales, ni virtuales ni efímeras. La vaca estuvo aquí antes que nosotros y nosotros estamos (y vivimos, y pensamos) porque ella está aquí. Nuestro compromiso existencial es aprender de ella a llevar una vida plenamente humana, profunda, libre y bella, anclada en la verdad y en la bondad.

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