domingo, 15 de marzo de 2009

"Lo maravilloso y el poste de Madera", breve defensa del realismo por G.K. Chesterton

La tierra de los colores, Londres, 1912.

[Breve resumen del pensamiento de Chesterton a partir de un golpe en la cabeza con un poste, que podría servir como declaración de principios del blog]

La noche negra había cerrado mi casa y mi jardín con persia­nas de pizarra primero y de ébano después. Yo estaba pasando al interior a través del espacio cuadrado teñido con el brillo de la ventana iluminada, cuando me pareció haber visto algo nuevo desprendiéndose del suelo. Me incliné para observar. Al hacer eso di con mi cabeza contra un poste y vi las estrellas. Estrellas del séptimo cielo, estrellas del firmamento secreto y supremo. Ciertamente parecía, cuando se me alivió el pequeño dolor, pero antes de que me pasase por completo, como si hubiese visto algo escrito en un alfabeto astral, al­go que anteriormente nunca había comprendido con tanta claridad. Una verdad referida a los misterios ya la mística que había conocido a medias durante mi vida. No voy a ser capaz de reproducir con pala­bras esa idea en estas páginas, porque esos raros estados de ánimo de clarividencia son siempre fugitivos. Pero lo intentaré. El poste aún está allí, pero las estrellas en el cerebro se están apagando.
Cuando era joven escribí muchos poemitas, principalmente acerca le la belleza y la necesidad de lo maravilloso; ése era en mí un sent­imiento genuino, y todavía lo es. El poder de contemplar los seres y los paisajes simples en una especie de luz solar de sorpresa; el poder de dar un salto a la vista de un pájaro como ante una bala alada; el poder de ser arrastrado a la quietud por un árbol o por el gesto de una lana gigantesca. En una palabra, el poder de chocar poéticamente con la propia cabeza contra un poste, es algo que es diferente en distintas personas y puedo decir, sin engreimiento, que es parte de mi propia naturaleza humana. No es un poder que implique una fuerza artística; todavía menos, una exaltación espiritual. Hombres que son religiosos en un sentido para mí demasiado sublime, tampoco lo tienen. Muchos profetas y hombres muy rectos, que han tratado de ver esto en un guijarro del camino o en una ramita del cerco, no lo han conseguido. Es un don pequeño y especial. Es algo inocente. [..]
Yo sentía que el misticismo moderno estaba en plena contradicción con el mío. Yo sentía sim­plemente que el misticismo moderno estaba en plena contradicción con el mío, más aún que el materialismo. Continué sintiendo así. Me llevó mucho tiempo darle a eso siquiera una oscura expresión. Nunca hallé una ex­presión realmente vívida hasta que di con mi cabeza contra el poste. La expresión que llegó entonces a mis labios, estoy ahora, como dije, olvidándola lentamente.
Lo que encontré finalmente acerca de nuestra mística contempo­ránea es lo siguiente. Cuando ellos decían que un poste de madera era maravilloso (un punto sobre el que, espero, todos estamos de acuerdo), querían decir que, pensando en él, eran capaces de hacer con él algo maravilloso. "Un sueño; no hay ninguna verdad -dijo Mr. Yeats-, sino en nuestro propio corazón". El místico moderno buscaba el poste, no afuera, en el jardín, sino adentro, en el espejo de su mente. Pero la mente de un místico moderno, como el vestidor de un dandy, estaba enteramente compuesta por espejos. De este modo, el vidrio repetía al vidrio, como puertas que se abren hacia adentro para siempre; hasta que uno apenas puede ver esa cámara interior de la irrealidad, donde el poste hace su última aparición. Y dado que los espejos del místico moderno eran en su mayoría curvos y muchos de ellos estaban rajados, el poste, en su última imagen, parecía cualquier cosa: una canaleta, el árbol del conocimiento, la serpiente marina puesta en forma vertical, una columna arquitectónica retorcida, etc., etc. De allí tenemos a Picasso y un millón de puerilidades. .
Yo nunca estuve interesado en los espejos, es decir, nunca estuve interesado primariamente en mi propio reflejo, o reflejos. Estoy inte­resado en postes de madera, que me sorprenden como milagros. Estoy interesado en el poste que me está aguardando fuera de la puerta de mi casa, para darme un golpe en la cabeza, como el garrote de un gi­gante en un cuento de hadas. Todas las puertas de mi mente se abren hacia afuera, hacia un mundo que yo no construí. La última puerta de mi libertad se abre a un mundo de sol y objetos sólidos, de aventuras objetivas. El poste en el jardín, algo que yo ni pude crear ni podía es­perar. Luz solar plena y fuerte, sobre una madera parada rígidamente. Es algo hecho por el Señor y es algo maravilloso para nuestros ojos.
Cuando los místicos modernos decían que les gustaba ver un poste, querían decir que les gustaba imaginarlo. Son mejores poetas que yo: lo imaginaban tan pronto como lo veían. Yo podría ver un poste mucho antes de haberlo imaginado y, como ya dije, podría sentirlo antes de verlo. Para mí el poste es maravilloso simplemente porque está allí, sea que a mí me guste o no. Perdí la razón por un poste. Si me hubie­ra quedado ciego por un rayo, el poste seguiría estando allí, como la substancia de algo que no es visto. Lo sorprendente del universo es que existe, no que podamos discutir su existencia. La espiritualidad real es un testimonio de este mundo tanto como del otro. El universo ma­terial realmente existe. El cosmos todavía se agita hacia su último ex­tremo, desde aquel gran puntapié que el Dr. Johnson le dio a la piedra cuando desafió a Berkeley. El puntapié no era filosofía. Era religión.
Actualmente los místicos a mi alrededor no tienen esa viva fe de que los objetos son fantasías, porque son hechos reales. Ellos desean, al igual que todos los magos, controlar los elementos, ser el Cosmos. Ellos quieren que las estrellas sean sus ojos omnipresentes, y los vien­tos, sus lenguas largas y firmes plenamente desplegadas. Por eso son partidarios de los crepúsculos y de todos los puntos medios, oscuros y fronterizos en donde los objetos se funden unos en otros. Un punto en el que el hombre se hace tan grande como la naturaleza y, lo que es peor, tan impersonal como la naturaleza.
Jamás yo me sentí propiamente impresionado por el misterio de los crepúsculos, sino más bien por el acertijo de la luz del día, tan grande y tan sorprendente como la esfinge. He experimentado esto en edificios grandes y desnudos contra un cielo azul, en casas altas destrozadas o aun vacías, frente a grandes muros grisáceos bañados con una luz cálida como con un monstruoso pincel. Uno parecía haber llegado al fondo de todo. Y todo tenía esa extraña y altiva indiferencia que es propia solamente de las cosas que son… Usted ve que no dije lo que quería decir. Pero si usted acepta que mi cabeza y el poste son igualmente maravillosos, le doy permiso para que diga que son igual­mente de madera.