Esto ocurrió una noche de verano. Recuerdo que hacía calor, pero no tanto como para perturbar mi sueño. Había sido una jornada agotadora en la que la cama se presentaba como un placer digno de un Dios del Olimpo. Uno de esos pequeños placeres que a menudo se nos presentan en la vida y que, en el fondo, son los que tejen la trama más importante porque los grandes placeres sólo ocurren pocas veces. Y la verdad que mejor que sea así: Un gran placer repetido es uno común y corriente, por más exquisito que sea.
Con esta disposición, y esta esperanza, me puse el pijama (un short para ser exactos), me cepille los dientes, rece el oficio y me entregué confiado en los brazos de Morfeo. Pero parece que había salido de compras... porque no lo encontré.
En vez suyo me encontré con un personaje bastante menos simpático. No bien apague la luz y suspiré por la gracia de poder disfrutar de una cama, comenzó la tortura. Primero fue algo así como una premonición, casi imperceptible, por lo que todavía dude de su existencia. Con el correr de los minutos la sospecha se fue tornando en certeza, acompañada por un zumbido cada vez más claro y fulminante. Pasado un momento más, la duda se despejó totalmente: había un mosquito en la pieza y volaba por el aire acechando el momento para picar. Yo no sé que es lo que molesta más, si su zumbido y su pequeño ruido o la amenaza de la picadura que se avecina. Lo que es seguro es que el alma pierde toda paz. Y habiendo el alma perdido toda paz ya no se puede dormir tranquilo: ¿cuándo dará su zarpazo? ¿Cómo acabar con él? A esta desesperada situación se le agregan algunos pequeños detalles que hacen la cosa más trágica. Ya detectado el enemigo, debe comenzar el contraataque. Primero se emplea una defensa conservadora, en la que se espera al agresor y se lo intenta eliminar con golpes de puño. El producto de tal acción es calamitoso: algunos principios de moretón en la cara y una aplastante derrota (nunca escuché que alguien tuviera éxito en esta etapa, pero a pesar de su evidente estupidez, tengo fundamentos para creer que nadie la saltea). Mientras tanto, en vuelo triunfal, nuestro enemigo parece gozar de la situación. La segunda táctica ya implica una mayor actividad y por lo tanto un mayor despliegue: el insignificante bichito consigue despertarnos del todo, que prendamos la luz y que, finalmente, nos levantemos en su búsqueda. Llegados a este estado la situación, que ya era límite, se hace insostenible y nuestra rabia incontenible. Comienzan los insultos y el malhumor. La táctica a seguir depende entonces de varios factores: si estamos solos, de si se puede hacer ruido, de si disponemos de algún elemento contundente, etc. La que yo suelo usar consiste en arrojar almohadonazos que intentan alcanzar al sujeto picador en pleno vuelo, o mejor, mientras descansa de sus andadas en alguna pared. El resultado depende de nuestra puntería. Pero el éxito es exiguo.
Si esta etapa falla, lo que antes eran insultos, pasan a ser maldiciones y lo que antes era simple malhumor se transforma en la sutil tentación de la duda existencial: ¿cómo puede ser que Dios, siendo bueno haya creado seres tan inútiles y perversos? ¿Qué fin perseguía al darles la existencia? ¿Acaso no son una forma de reírse de nosotros? ¿Puede tener origen en un Dios bueno bicho tan abyecto? ¿O será que Dios, que no es todopoderoso, no ha podido evitarlos? Como sea. El mosquito seguía allí. Y yo seguía sin dormir. Pero dado que Dios no tienta a nadie por encima de sus fuerzas quiso que yo no caiga víctima de tan funestos pensamientos y me inspiró una idea genial. Genial no por lo novedoso sino justamente por lo corriente y común, ya que no era algo nuevo sino más bien lo primero en lo que debía haber pensado en aquella ocasión. Es una ley general de la vida que las grandes soluciones vienen de las ideas más antiguas, a las cuales tenemos que poner a tono con la situación actual. Si a veces olvidamos esto es, sobretodo, porque creemos que las ideas antiguas por ser tales son totalmente conocidas y que por lo tanto ya nada nuevo tiene para darnos. Así sucede a muchas personas con el Evangelio y así me sucedía a mí con las pastillas matamosquitos.
¡¡Las pastillas matamosquitos!! ¡Vaya antigua solución! ¡Las tenía delante de las narices y yo no me daba cuenta! ¡Que alegría volver a ver la esperanza de descansar de una vez! Confieso que la inercia hizo que tardara en levantarme y que prolongara un poco más la agonía de mi sueño. Pero una vez que me di cuenta que la situación no podía ser solucionada de otra forma, junte fuerzas y me levanté. Busqué el enchufe, pusé la pastilla y me acosté de vuelta. ¡Ahh! Ahora sí que podía dormir. La victoria era mía. Ya no importaba si el mosquito seguía surcando por los aires porque sabía que ya no le quedaba mucho tiempo. Pero sobre todo porque ahora tenía la esperanza de que la situación volvería a la normalidad. A decir verdad, todavía no había desaparecido el problema, todavía seguía zumbando y haciendo ruido, todavía podía picarme alguna vez más, pero lo que cambiaba la situación era que el problema estaba cortado en su raíz y yo podía tener la certeza de que la victoria era mía. Tan contento quedé de esta humilde y callada (pero aplastante) victoria que me hizo recordar otra, que tampoco hace desaparecer de nuestra vista todos los males pero que los corta en su raíz. Hace 2000 años un hombre como nosotros, que también sufrió las picaduras de mosquitos, murió para traer a los hombres la victoria, y no sólo contra los mosquitos sino también contra todo bicho funesto. ¡No!, no creó las tabletas matamosquitos, pero trajo algo mucho mejor, que no sólo nos deja dormir en paz sino que, lo que es mucho más importante, nos da la esperanza para despertarnos cada día.
Así como ocurre con las pastillas la victoria de Jesús, no hace desaparecer los problemas; no hace que los niños dejen de sufrir y ser explotados; no hace que la guerra deje de existir; no hace que el mal desaparezca por completo. Pero al darnos la confianza en Aquél que ha asumido todos los males y los ha vencido clavándolos consigo en la Cruz, y dándonos la posibilidad de participar con él en su Victoria final, nos ha dado la esperanza de que todos los problemas del mundo que no alcanzamos a comprender tendrán su solución final. Si vivimos de la fe, los problemas no habrán desaparecido, pero su raíz habrá sido extirpada, y extirpada ésta podemos vivir en paz. Y estando en paz podemos dormir tranquilos.
Con esta disposición, y esta esperanza, me puse el pijama (un short para ser exactos), me cepille los dientes, rece el oficio y me entregué confiado en los brazos de Morfeo. Pero parece que había salido de compras... porque no lo encontré.
En vez suyo me encontré con un personaje bastante menos simpático. No bien apague la luz y suspiré por la gracia de poder disfrutar de una cama, comenzó la tortura. Primero fue algo así como una premonición, casi imperceptible, por lo que todavía dude de su existencia. Con el correr de los minutos la sospecha se fue tornando en certeza, acompañada por un zumbido cada vez más claro y fulminante. Pasado un momento más, la duda se despejó totalmente: había un mosquito en la pieza y volaba por el aire acechando el momento para picar. Yo no sé que es lo que molesta más, si su zumbido y su pequeño ruido o la amenaza de la picadura que se avecina. Lo que es seguro es que el alma pierde toda paz. Y habiendo el alma perdido toda paz ya no se puede dormir tranquilo: ¿cuándo dará su zarpazo? ¿Cómo acabar con él? A esta desesperada situación se le agregan algunos pequeños detalles que hacen la cosa más trágica. Ya detectado el enemigo, debe comenzar el contraataque. Primero se emplea una defensa conservadora, en la que se espera al agresor y se lo intenta eliminar con golpes de puño. El producto de tal acción es calamitoso: algunos principios de moretón en la cara y una aplastante derrota (nunca escuché que alguien tuviera éxito en esta etapa, pero a pesar de su evidente estupidez, tengo fundamentos para creer que nadie la saltea). Mientras tanto, en vuelo triunfal, nuestro enemigo parece gozar de la situación. La segunda táctica ya implica una mayor actividad y por lo tanto un mayor despliegue: el insignificante bichito consigue despertarnos del todo, que prendamos la luz y que, finalmente, nos levantemos en su búsqueda. Llegados a este estado la situación, que ya era límite, se hace insostenible y nuestra rabia incontenible. Comienzan los insultos y el malhumor. La táctica a seguir depende entonces de varios factores: si estamos solos, de si se puede hacer ruido, de si disponemos de algún elemento contundente, etc. La que yo suelo usar consiste en arrojar almohadonazos que intentan alcanzar al sujeto picador en pleno vuelo, o mejor, mientras descansa de sus andadas en alguna pared. El resultado depende de nuestra puntería. Pero el éxito es exiguo.
Si esta etapa falla, lo que antes eran insultos, pasan a ser maldiciones y lo que antes era simple malhumor se transforma en la sutil tentación de la duda existencial: ¿cómo puede ser que Dios, siendo bueno haya creado seres tan inútiles y perversos? ¿Qué fin perseguía al darles la existencia? ¿Acaso no son una forma de reírse de nosotros? ¿Puede tener origen en un Dios bueno bicho tan abyecto? ¿O será que Dios, que no es todopoderoso, no ha podido evitarlos? Como sea. El mosquito seguía allí. Y yo seguía sin dormir. Pero dado que Dios no tienta a nadie por encima de sus fuerzas quiso que yo no caiga víctima de tan funestos pensamientos y me inspiró una idea genial. Genial no por lo novedoso sino justamente por lo corriente y común, ya que no era algo nuevo sino más bien lo primero en lo que debía haber pensado en aquella ocasión. Es una ley general de la vida que las grandes soluciones vienen de las ideas más antiguas, a las cuales tenemos que poner a tono con la situación actual. Si a veces olvidamos esto es, sobretodo, porque creemos que las ideas antiguas por ser tales son totalmente conocidas y que por lo tanto ya nada nuevo tiene para darnos. Así sucede a muchas personas con el Evangelio y así me sucedía a mí con las pastillas matamosquitos.
¡¡Las pastillas matamosquitos!! ¡Vaya antigua solución! ¡Las tenía delante de las narices y yo no me daba cuenta! ¡Que alegría volver a ver la esperanza de descansar de una vez! Confieso que la inercia hizo que tardara en levantarme y que prolongara un poco más la agonía de mi sueño. Pero una vez que me di cuenta que la situación no podía ser solucionada de otra forma, junte fuerzas y me levanté. Busqué el enchufe, pusé la pastilla y me acosté de vuelta. ¡Ahh! Ahora sí que podía dormir. La victoria era mía. Ya no importaba si el mosquito seguía surcando por los aires porque sabía que ya no le quedaba mucho tiempo. Pero sobre todo porque ahora tenía la esperanza de que la situación volvería a la normalidad. A decir verdad, todavía no había desaparecido el problema, todavía seguía zumbando y haciendo ruido, todavía podía picarme alguna vez más, pero lo que cambiaba la situación era que el problema estaba cortado en su raíz y yo podía tener la certeza de que la victoria era mía. Tan contento quedé de esta humilde y callada (pero aplastante) victoria que me hizo recordar otra, que tampoco hace desaparecer de nuestra vista todos los males pero que los corta en su raíz. Hace 2000 años un hombre como nosotros, que también sufrió las picaduras de mosquitos, murió para traer a los hombres la victoria, y no sólo contra los mosquitos sino también contra todo bicho funesto. ¡No!, no creó las tabletas matamosquitos, pero trajo algo mucho mejor, que no sólo nos deja dormir en paz sino que, lo que es mucho más importante, nos da la esperanza para despertarnos cada día.
Así como ocurre con las pastillas la victoria de Jesús, no hace desaparecer los problemas; no hace que los niños dejen de sufrir y ser explotados; no hace que la guerra deje de existir; no hace que el mal desaparezca por completo. Pero al darnos la confianza en Aquél que ha asumido todos los males y los ha vencido clavándolos consigo en la Cruz, y dándonos la posibilidad de participar con él en su Victoria final, nos ha dado la esperanza de que todos los problemas del mundo que no alcanzamos a comprender tendrán su solución final. Si vivimos de la fe, los problemas no habrán desaparecido, pero su raíz habrá sido extirpada, y extirpada ésta podemos vivir en paz. Y estando en paz podemos dormir tranquilos.
1 comentario:
Nunca tan cierto y tan dramático a la vez... "has hablado bien, relator... has hablado bien..."
Publicar un comentario